Michael Jackson, el espectáculo global
Tras Bruce Springsteen llegó Michael Jackson. Dos estilos diferentes, dos formas de planteamiento musical, dos estrellas en apogeo, fruto de un poderío económico-musical norteamericano en el cénit. Hoy, las notas de muchos pentagramas se escriben con el signo del dólar y otras músicas corren el peligro de convertirse en anécdotas coyunturales. La música como fenómeno de masas tiene el espectáculo global como valor de cambio.
Michael Jackson es permanente actualidad por sus operaciones estéticas, sus dotes como hombre de negocios, su burbuja en la que pretende detener el paso del tiempo, su chimpancé y su boa constrictor. También por su indudable atractivo sobre el público, que se agolpa incómodo para ver al ídolo. En Madrid congregó a 60.000 personas en el estadio Vicente Calderón. De la música, cada vez se habla menos, porque su importancia cede el protagonismo al concepto global del espectáculo, en lo que el cantante es un consumado maestro.El final de la década de los ochenta ve consolidarse un nuevo planteamiento artístico como síntesis de música, escenografía, danza, luces, sonido, efectos especiales y algo de circo. Es el espectáculo global, al alcance de los privilegiados que disponen de los medios económicos para desarrollar su imaginación en todas estas facetas. Michael Jackson es uno de ellos.
El norteamericano es un buen cantante, bailarín, coreógrafo, actor y diseñador de espectáculos, para lo que cuenta con todo tipo de ayudas, la de Stephen Spielberg entre ellas. La posibilidad de error es remota y la búsqueda de la perfección absoluta, el objetivo prioritario. En este aspecto, Michael Jackson no ofrece resquicios.
Su macroespectáculo representa como ninguno este nuevo género y contiene todos los elementos precisos para enganchar a un público que se impresiona más con un paso de baile que con el desarrollo de una música que puede tener importancia por sí misma. La cantidad de impactos por segundo que debe soportar el espectador procede de todos los elementos músico-visuales que se dan en un concierto, y la reacción crítica ante la avalancha que se le viene encima resulta cada vez más difícil. El público puede convertirse en mero receptor agradecido; en protagonista que permite que los espectáculos puedan llevarse a cabo, pero que no opina. Sólo paga, recibe, se entrega y se divierte. No es poco, pero tampoco es la panacea.
Los espectáculos que hoy ofrecen las grandes estrellas rompen las fronteras, unifican auditorios y crean una comunidad universal unida por la devoción a determinados ídolos. Es la nueva aldea global con el show-business como lenguaje común que ha unificado una desvaída Torre de Babel musical. Arte y negocio parecen una misma cosa, con el "tanto tienes, tanto vales" como eje de actuación.
La necesidad de conseguir una rentabilidad económica que sostenga estos nuevos espectáculos de sofisticación creciente, obliga a los artistas a plantearse su actividad corno un equilibrio entre la corchea y el dólar. La música como desarrollo creativo y arriesgado se resiente y en la actualidad es el público quien tira del músico, y no al revés. Michael Jackson es un artista de impresionantes facultades y sensibilidad especial, que ofrece lo que se le pide y a veces, como en Madrid, es muy tacaño. Su ventana ante el riesgo creador permanece entreabierta y quizá nunca sepamos lo que puede ofrecer si decidiese pisar el acelerador a fondo. Mientras tanto, otros artistas luchan por alcanzar una situación superior, que les permita ofrecer un trabajo que descubra nuevos caminos y demostrar que Springsteen y Jackson no son los únicos apellidos sobre los que gira el mundo de la música.
Babelia
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