En la voz interior de la pintura
Juan Manuel Díaz Caneja decía, en una entrevista realizada hace unos años, que él había aprendido realmente a pintar cumplidos ya los 70. Bajo un tinte imperturbable de seca ironía su afirmación encerraba, sin duda, la verdad, y no por la exquisita y depurada madurez que nos han regalado las telas realizadas por Caneja en estos años finales de su trayectoria, sino porque, ante todo, su dilatado esfuerzo en pos de la pintura, que se extiende a lo largo de más de medio siglo, ha sido un ejemplo constante de rigor extremo y extrema fidelidad al camino emprendido.El inicio de ese aprendizaje constante se sitúa en el tiempo dificil y legendario de nuestras vanguardias de preguerra. De su relación discipular con Vázquez Díaz y de su primer viaje a París en la década de los 20, Caneja aprendió la disciplina espacial de¡ cubismo, una lógica de construcción sobre la tela que no es deudora ya de la ilusión. De su paso por el núcleo inicial de la Escuela de Vallecas, a la sombra de Benjamín Palencia y Alberto, quedará para siempre un nuevo modo de enfrentar, moral y plásticamente, a la naturaleza.
En esa tarea se suele reconocer con plena justicia su aportación como una de las páginas más bellas, ascéticas y sutiles del paisaje español contemporáneo. Más, de nuevo, las propias palabras de Caneja matizaban esa idea con otra paradoja verdadera. Afirmaba con frecuencia que nunca había pintado paisaje alguno, sino tan sólo cuadros. Y, ciertamente, aún cuando sólo encontramos a lo largo de toda su obra algunos ejemplos aislados donde su pintura se desliza hacia una abstracción extrema, diluyendo cualquier punto de arranque exterior, la mirada de Caneja sólo busca en el paisaje un detonante, un motivo de reflexión, en una equilibrada arquitectura de planos de color.
Caneja ha sabido dar a nuestra pintura una de las voces más elocuentes, ensimismadas y secretas de este tiempo.
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