Tráfico de influencias
Ni llevase al papel lo que la gente piensa de las Cortes Españolas, de los eximios presidentes de ambas Cámaras, así como sobre la excelente cohorte de diputados y senadores que para nuestra desgracia no logran adquirir luz propia, corro el peligro de que se me otorgase el título ominoso y desde luego inmerecido -los hay con mejor pedigrí- de primer azuzador de vendavales antidemocráticos del reino. De nada serviría hacer hincapié en que, para el demócrata, vox pópuli, vox De¡; ni siquiera dejar constancia de que esta especie siempre se ha distinguido por una crítica inflexible de lo existente en un afán indomable de mejorarlo. Se comprende que elemento tan perturbador haya sido perseguido por doquier: en la Europa más avanzada, hasta bien entrado el siglo; en España, hasta ayer.Entre los tabúes que sostienen el necesario decoro institucional ocupa un lugar preeminente el que protege al Parlamento, institución la más digna al representar a la soberanía nacional. Cuanto mayor el respeto, más hiriente el espectáculo que la institución como tal y los partidos mayoritarios en particularios han ofrecido con la famosa comisión encargada de investigar el tráfico de influencias. Resumo lo percibido desde la distancia, seguro de haber perdido matices importantes, pero también consciente de que una buena porción de españoles comparte la misma percepción. Las cosas, al final, sólo son lo que parecen.
No ha quedado muy claro si Alianza Popular, el principal promotor de la comisión, considera que el tráfico de influencias, así, sin mayor especificación, es o no delictivo. Lo que descarto por completo es que haya podido pensar que no fuese deshonroso ser llamado a declarar en base a sospechas harto vagas y difusas; y digo que no podrían estar. fundadas porque resulta inconcebible que los diputados aliancistas tuvieran pruebas contundentes, o por lo menos indicios razonables, y por una cuestión de procedimiento los hubieran ocultado a la opinión pública.
Por su parte, si los socialistas están convencidos de que nada sospechoso merece ser investigado y que todo es unaoperación de desprestigio montada por la derecha, cuando no por los enemigos irreconciliables de la democracia, interesados en hacer patente que la corrupción, inherente a los regímenes autoritarios, se perpetúa, si no crece, con la democracia, ¿por qué cometieron el error garrafal de ceder a las presiones de la oposición y convocar una comisión para que investigase lo inexistente? No se diga que cayeron en la ingenuidad de pretender así acabar con rumores insidiosos; hasta el más torpe sabe que la prueba negativa de honradez es imposible.
Al aceptar la constitución de una comisión investigadora, el partido del Gobierno ratifica la impresión de que habría algunos trapos sucios que ventilar, para luego, con una conducta que provoca el abandono. de la comisión de dos partidos de la oposición, hacer lo posible y lo imposible para que no salgan a la superficie. La opinión pública queda así ante un dilema cuyos términos son igualmente desfavorables para los socialistas: o bien son unos irresponsables al dar luz verde a una comisión que se constituye con el único fin de contrarrestar rumores tan infundados como calumniosos, o bien, una vez convocada la comisión, se han asustado de lo mal que olía el pastel y han dado marcha atrás sin el menor decoro.
En un país que se rige por el refrán "piensa mal y acertarás" no hace falta insistir en el estropicio que conlleva tan sagaz comportamiento de nuestros ilustres parlamentarios. Por una vez que recogen los temas de los que se habla en la calle, los dan tan acertado tratamiento: o no interesa lo que se dice en las Cámaras, o cuando interesa crispa, indigna o desilusiona.
Vayamos a la cuestión de fondo que subyace en el debate sobre el llamado tráfico de influencias, y que, desde luego, no coincide con la previa de tipificarlo de modo que sea operativo, al distinguir con alguna precisión lo tolerable de lo indecoroso y hasta delictivo; esto último está ya calificado en el Código Penal. Tampoco se trata, aunque sea fundamental, de impedir que el tráfico de influencias se subsuma en la categoría de lobby. Éstos actúan sobre el Parlamento con el fin de que el legislador respete intereses particulares, al poner de manifiesto que coinciden con los generales, mientras que el tráfico de influencias no presiona sobre el poder legislativo, sino sobre el ejecutivo, bien para conocer información reservada, bien para que se apliquen las leyes en el sentido que convenga. En la arbitrariedad que subyace en la aplicación individual de la ley tiene su campo de acción la influencia.
Botón de muestra del poder real de los parlamentarios españoles es que se ven libres de la presión de los lobbies. No sólo no existe en España, que yo sepa, ningún estudio a este respecto, sino que presumo que tampoco podría llevarse a cabo, falto de objeto. Los grupos de presión en España actúan directamente sobre la Administración en sus diversos planos, tráfico de influencias, y no sobre partidos y Parlamentos, subrayando, no la coincidencia de los intereses particulares con los generales como hacen los lobbies, sino el principio de la amistad que vincula a toda persona bien nacida a la hora de aplicar las normas vigentes. La especificidad del tráfico de influencias consiste, por tanto, en que se ejerce directamente sobre la Administración en base exclusiva de la amistad. Dejo aparte las formas delictivas de cohecho.
Esta primera aproximación al concepto permite plantear la cuestión básica de su origen en relación con nuestra peculiar cultura política y la estructura de poder que caracteriza a nuestro sistema político. En lo que concierne a la cultura política hay que recalcar dos de sus principios constitutivos. Al primero lo llamaría principio de la desconfianza: desde la sociedad, todo político se percibe como un aprovechado que va a su avío; desde el Estado, todo ciudadano es un pillo frente al que hay que protegerse con un sistema ¡limitado de controles. Una Administración organizada según el principio de la desconfianza sólo puede funcionar gracias a un segundo principio básico de nuestra convivencia política: los deberes familiares e interindividuales en base a la amistad, la simpatía o el conocimiento mutuo prevalecen sobre los públicos. Con un trasfondo tribal todavía actuante, la lealtad a los suyos se antepone a una abstracta y en el fondo incomprensible, cuando no irrisoria, solidaridad con la cosa pública, con la república. Las únicas fidelidades que cuentan son las personales, con la significación especial que tiene la amistad en una sociedad en la que, además, nada funciona ni nada se consigue sin el empujoncito del amigo.
Cultura política que sostiene y refuerza una estructura caracterizada a su vez por la concentración y personalización del poder, en. la que, sea cual fuere el contenido jurídico-formal, el jefe dispone de un campo amplio para tomar decisiones no negociadas. La despersonalización difusa del poder es propia de sociedades avanzadas mucho más complejas; en cambio, las que todavía se encuentran amarradas a mentalidades y formas de vida premodernas tienden a reproducir el modelo caudillo-clientela, en el que el tráfico de influencias en parte -subrayo en parte- recubre la vieja red de interdependencias que en el pasado conocimos bajo la denominación de caciquismo. Pese a que no conozcamos sociedad contemporánea en la que la divergencia de los intereses públicos y privados no haya creado mecanismos de corrupción que de algún modo encajan en el concepto de tráfico de influencias tomado en sentido genérico, importa ante todo tipificar este fenómeno en la cultura y estructura políticas de cada país. Describirlo con pulcritud, por ejemplo, en Estados Unidos sería una forma de irnos por las ramas, empeñados en tapar lo propio al mostrar lo obvio, que en todas partes cuecen con agua.
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