La conciencia de Lisboa
Fernando Pessoa abre la ventana de su habitación, recibe el aliento fresco de la lluvia que ha mojado Lisboa y ve ante él, escalonadas, las casas multicolores, las cúpulas, las ropas puestas a secar, las nubes que se alejan. Sus ojos, habituados a la transmutación poética, perciben la inmediata realidad que le espera con el día que empieza, y por cuyas calles rutinarias irá hasta la oficina de la Rua da Prata, donde simultaneará la redacción de cartas en inglés con el buceo profundo en su alma.Para conocer a este misterioso oficinista, el archivo por excelencia de su vivir en Lisboa es el Libro del desasosiego que, atribuyéndolo al imaginario Bernardo Soares, formó Pessoa pacientemente con fragmentos ocasionales durante casi 20 años, y que componen uno de los más asombrosos textos europeos de introspección.
Este mayor que recoge la contabilidad de sus cavilaciones, o diario íntimo, si se puede llamar así, sólo se publicó y dio a conocer en su totalidad en 1982, porque el descubrimiento de buena parte de la excepcional creación pessoana se está haciendo después de su muerte, como herencia riquísima de clarividencia psíquica belleza estilística y egocentrismo. Es la información más ex tensa y minuciosa -superior a la que dan los elaborados y numerosos heterónimos- de su perseverante análisis de las más sutiles impresiones, aclaración perspicaz de cada esta do de ánimo configurados por sus recuerdos, su trabajo, sus coetáneos, su exterioridad y, por tanto, la ciudad, Lisboa, donde vivió hasta su muerte, en 1935.
Tejados y sombras
"Se extiende ante mis ojos nostálgicos la ciudad incierta y silenciosa. Las casas se desnivelan en una acumulación contenida, y la luz lunar con manchas de incertidumbre, inmoviliza de madreperla los vaivenes muertos de la profusión. Hay tejados y sombras, ventanas y Edad Media. No tiene por qué haber alrededores. Reposa en lo que se ve un vislumbre de lejanía. Por encima de donde yo veo hay ramas negras de árboles, y yo tengo el sueño de la
ciudad entera en mi corazón desganado. ¡Lisboa a la luz de la luna y mi cansancio de mañana!".
Pessoa vivió 30 años en una ciudad muy antigua, luminosa, colorida, acumulación de cuanto el ser humano, como creador, reúne en el desierto de la naturaleza. Pero Pessoa, que se afirma como escritor en la capital portuguesa y no sale de ella, es un viajero en tránsito, un exiliado que anhela con fuerza íntima otra patria que le dé el apoyo afectivo del que debió de carecer, tal se trasluce en múltiples vivencias suyas.
Pasea por las calles, hace un circuito reducido por el centro urbano, desde la casa o la pensión donde se alberga hasta la oficina, hasta el café Martinho, hasta la orilla del río: su habitat es limitado; en el Libro del desasosiego se menciona el Terreiro do Pago, la Alifândega, el Jardim da Estrela, el Caes do Sodré, la Rua dos Douradores... Describe un fugaz momento en la plaza "âo centro da cidade" -se supone que Rossio o Restauradores-, con el panorama maravilloso trepando por la falda del Castelo y el cielo azulblanquecino, y "de pronto estoy solo en el mundo. Veo todo esto desde lo alto de un tejado espiritual. Estoy solo en el mundo. Ver es estar distante. Ver claro es cesar. Analizar es ser extranjero. Toda la gente pasa sin rozarme".
Solitario, contempla desde la ventana, una y otra vez, según cuenta, la ciudad natal, la ciudad-madre a la que se adhiere y a la vez elude: "... por detrás de los ojos me veo viendo y sólo con esto se me oscurece el sol y el verde de los árboles se mustia ( ... ) forastero de lo que veo y oigo".
En su alienación, tan crea dora, la dinámica de su pensa miento escrutador le aísla de lo circundante; tal demanda tiene su subjetividad que le obnubila la percepción objetiva de cosas y personas: "Se mira, mas no se ve. La larga calle con movimiento de bichos humanos es una especie de letrero tendido donde las letras fuesen móviles y no formasen sentidos. Las casas son solamente casas. Se pierde la posibilidad de dar un sentido a lo que se ve...". Las confidencias, fingidas o sinceras, del Libro del desasosiego demuestran que Pessoa no fue un pintor de la Lisboa turística, no fue su cronista ni su cantor. Menciona, en bellísimas imágenes, ciertas perspectivas, olores, lluvias, calidades de luz en nubes desflecadas, solitarios atardeceres, pero su meditación -tan penetrante, tan fría- es solicitada por los dominios interiores, por el abismo de la enajenación o por la historia de un niño en los brazos de su madre, en un monólogo obstinado de claridad hiriente, en un raciocinio lúcido sobre las menores vibraciones de su psiquismo. El pensador no quiere distraerse, dice, de la exclusiva atención a sus sensaciones, pues teme que eso le despersonalice: el entorno sólo le sirve como reactivo para explorar más su destino, desdoblarse en otros seres inventados, mitigar su latencia al no-ser: "Cierro, cansado, las hojas de mis ventanas, excluyo al mundo, y en un momento tengo la libertad".
Muy distinto del flâneur que Walter Benjamin descubría en Baudelaire, Fernando Pessoa cruzó por una ciudad -un universo- que era pura representación, puro vacío yacente bajo la febril actividad de quien fue prolífico colaborador en revistas y en círculos literarios, oficinista probo, escritor de tantas materias, promotor de iniciativas mercantiles, y así confiesa: "... la vida es absolutamente irreal en su realidad directa; los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos ... ".
Cesario Verde
En los lindes topográficos de la incomparable hermosura de Lisboa, la abstracción que de ella hace Pessoa se contrapone a la visión razonadora de Cesario Verde, otro poeta portugués de la misma estirpe de soñadores, que sólo dejó tras sí un libro de poemas, del que Pessoa se reconoce deudor, y que también fue transeúnte por calles nocturnas a las que prestó su tedio fin de siglo, pero Cesario Verde se identificó con los habitantes, con el trabajo cotidiano de Lisboa, con los objetos, los escaparates, la fruta sabrosa, con las vendedoras de pescado que suben del río, con los panoramas entrañables de carne y hueso, de cal y canto que han persistido para que hoy el poeta Ary dos Santos haya podido, apasionado, invocar la ciudad: "Amiga, amante, amor distante, Lisboa está cerca, pero no bastante...".
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