Las huellas de un maestro
No es la primera vez que el cine se mete en los terrenos de la novela picaresca española, ni será la última. Esta riquísima cantera contiene oro puro y la docena de películas que hasta ahora ha dado lugar no han hecho otra cosa que rascar un poco en su envoltura, sin penetrar en sus inagotables reservas de fondo.El veterano cineasta italiano Mario Monicelli, por su maestría y su probado conocimiento de la picaresca italiana de hoy y de antaño (suyas son joyas como Rufufú, La gran guerra, La armada Brancaleone, Los compañeros, Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno), era sobre el papel un cineasta bien preparado para extraer de esta mina española cine más arriesgado y noble que el ya sabido, pues el ya hecho se ha metido en este terreno con excesiva reverencia y con tendencia a la reconstrucción del modelo literario antes que a su recreación en puras leyes de celuloide.
Los alegres pícaros
Dirección: Mario Monicelli. Guión: Suso Cechi d'Amico, Leo Benvenuti, Piero de Bernardi y Mario Monicelli. Fotografía: Tonino Nardi y Julio Burgos. Música: Lucio Dalla. Decorados: Francisco Prosper. Vestuario: Lina Nerfi. España-Italia, 1988. Intérpretes: Giancarlo Giannini, Enrico Montesano, Giuliana de Sio, Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Bernard Blier, María Casanova, Germán Cobos, Alfonso del Real, Jesús Guzmán, Javier Loyola, Juan Carlos Naya, Blanca Marsillach, Francisco Guijar. Estreno en Madrid: cine Rialto.
La mano de Monicelli se ve en algunas ráfagas de esta su irregular incursión en la picaresca española. Ahí están las escenas de la salida de Lázaro conduciendo al ciego por el puente de Salamanca; el ahorcamiento del tahúr; la huida de Lázaro y Guzmán del molino del herrero, con una hoguera en medio; el cruce de nobles a caballo imitado por sus criados; la comunión del hidalgo interpretado por Gassman; la escena de la discusión de los dos pícaros con la prostituta, y algunas otras, que bastarían para justificar la existencia de este filme, ya que da algunas pautas muy interesantes, aunque no llega a sacar de ellas la continuidad e intensidad necesarias para mantener al espectador con los ojos pegados a la Pantalla.
Por desgracia, estos destellos están engarzados -como diamantes en un soporte de latón- sobre un guión que padece un grave defecto, un tanto curioso porque sólo los guionistas expertos -y los de Los alegres pícaros lo son- incurren en él: el exceso de momentos cumbres. Cada escena de Los pícaros quiere ser poco menos que un modelo, y esto despoja al relato de vías de crecimiento: pretende estar siempre arriba, en la picota, cuando para estarlo realmente ha de buscar escenas intermedias de respiro, zonas bajas que permitan al director transmitir al espectador la idea de subida.
Los guionistas han elegido y encadenado únicamente instantes; vitales de, entre otras novelas, El lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache y Rinconete y Cortadillo, y, deslumbrados por la gracia y la sombría luminosidad de estas maravillas, han olvidado que ellas, por sí solas, neutralizan su fuerza al no tener al lacio una senda de escalada de menos a más, un campo que les permita crear contrastes, ascensos y ritmos de elevación. Y la maestría de Monicelli, sale a relucir en escenas aisladas, mientras se diluye en el todo.
Babelia
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