Encuentro en Lisboa
La reciente conferencia sobre literatura organizada en Lisboa por la Wheatland Foundation -y en la que participamos, por parte española, Jaime Salinas, Montserrat Roig, Gonzalo Torrente Ballester, Juan Benet, Vicente Molina Foix y quien esto escribe- ha servido, entre otras cosas menos aparentes, para que las literaturas europeas -y norteamericana, claro está- nos viéramos las caras en el espejo de los demás y para que nos conociéramos mejor a nosotros mismos, si no ya por contraste, sí al menos por semejanza. Y es que, al margen de los debates, que se pretendieron políticos -así, la injusta petición de explicaciones históricas a los autores soviéticos, quienes, como todos nosotros, estaban allí a título personal-, los problemas entre realidad y escritura venían a ser los mismos para todos. A la crisis de aquélla -de la realidadhabía que responder con la libertad de una escritura más hecha de preguntas que de respuestas, de una escritura que, como dijo Malcohn Bradbury, fuera capaz de ayudamos a todos a abandonar nuestro inevitable espíritu de campanario.Escapar del provincianismo parece premisa ineludible para tratar de responder a una realidad que, sin embargo, se pretende única y unificadora y se desea homologable por arriba y por abajo. Si, para Ian McEwan, la literatura inglesa ha perdido la necesidad otrora ineludible de referirse a la II Guerra Mundial -cuestión esta con la que Jeremy Treglown, el crítico del TLS, no se mostró muy de acuerdo-, y en la española la muerte de Franco no ha querido decir nada de particular, es como para pensar que son los rasgos formalizadores de una realidad asumida -y en crisislos que marcan no ya la personalidad de cada literatura, sino, lo que es más revelador, sus semejanzas. Añádase a ello la sanísima relación de los narradores italianos con su propia lengua y tendremos una cierta idea de la uniformidad que presentan las que quizá sean hoy las tres literaturas europeas de mayor vitalidad, o, al menos, y al margen de lo que de cada uno de ellos pudieran decir los escritores centroeuropeos -también los que no viven en sus países de origen-, las que acudieron al encuentro más libres de complejos y más seguras de sí mismas, dentro -sobre todo en el caso inglés, que no en el italiano- de lo que no dejó de ser una crítica consciente de su propia realidad.
La liberación del nacionalismo, lo que Salman Rushdie llamó la literatura transnacional -que en la narrativa en lengua inglesa ejemplifican, para él, nombres como William Boyd, Peter Carey o el propio Ruslidie, ninguno de ellos nacido en las islas Británicas-, es para algunas culturas un modo cada vez más inevitable de apertura a una realidad distinta puesta en letras de molde por una lengua también en cierto -modo distinta. Es la lec ción aprendida por los escritores españoles, medio borrados en otro tiempo -del mapa por una li teratura latinoamericana que, sin embargo, no parece poseer hoy las claves renovadoras que sí promete -a pesar de la balumba de su inflación actual- la narrativa española. Una narrativa, todo hay que decirlo, que se mostró en Lisboa libre de tendencias y'ataduras, comprometida con cierta seriedad en su propio devenir y, como dijo Vicente Molina Foix, hecha a su actual papel de Orfeo, más que al tan conocido para ella de encadenadísimo Prometeo.
La clave está, para el italiano Alftedo Giuliani, no en reinventar el mundo, sino en ponerlo en juego. Sin exagerar, desde luego pero una de las características que definen a la literatura italiana de hoy es su capacidad para el juego. Quizá no sea el profundísimo juego que en su día propuso Carlo Emilio Gadda ni el muy inteligente del tardío y tan brillante Manganelli, pero sí el juego que permite a partes iguales la pasión y la libertad. No es la panacea del talento, qué duda cabe, pero sí, hoy por hoy, la indiscutible premisa de todo producto contagioso. Acabada la precaución sociológica -sustituida por el de corado posmodemo-, la carencia de ese centro de gravedad que siempre poseyera la literatura italiana conduce inexorable mente a una variedad en la que además de nuestro propio gusto encontraremos probablemente el fantasma de la uniformidad, el mismo que puede un día caracterizar a los más brillantes de entre los jóvenes narradores europeos En otras palabras, el transnacionalismo feraz a que Ruslidie se refería en relación a la lengua in glesa puede, yendo más allá o más acá, convertirse en la relación de todos con todos, en la marca inequívoca de la traducibilidad, de la fama y la fortuna a que todo escritor aspira de pleno derecho. Así, la peculiar relación entre vida y lenguaje que distin gue a la escritura literaria de la enumeración ordenada de la guía telefónica puede acabar la ligereza de una hilación sin nudos incómodos.
Para Lidia Jorge, el drama de la literatura portuguesa es que n se mira a sí misma. Para los italianos, esa es su propia grandeza: mirarse y gustarse. Los alemanes - con Botho Strauss como nunc caepit- se observan con una dureza que para más de uno no e sino otro síntoma de su incurabl mala conciencia. Los francese afirman que el paso de la novel a la autobiografía -léase lo verificado por Alain Robbe-Grilletes un escape a las normas de es cuela, una rebaja de la exigencia habitual. Como si hablar de uno mismo no fuera la forma más cruel de hacer literatura.
Referencias
Contenta o desengañada anda, pues, la literatura, a la búsqueda de referencias. Como siempre, si bien se n:úra, por mucho que la diversidad de hoy parezca resultado del cansancio por adivinar cuál es la medida del corsé que le estaba destinado a cada uno. Y ahí es donde desempeña su papel el fantasma de la homologación, el peligro del estilo internacional, la dictadura de lo contemporáneo como coartada perfecta para abandonar el análisis de una realidad que alguien debiera encargarse de poner en cuestión. Es verdad que, como dijo Urs Widmer, la literatura no puede ser el chivo expiatorio de una realidad global -y no hace falta que se lo digan sólo a los soviéticos, pues bien sabemos también los españoles lo que es cargar con ese mochuelo-, pero también es verdad que la vida privada no es menos sórdida que antaño y que las nubes de hogaño siguen ensombreciendo buena parte de nuestro querido y bien cuidado jardín.
Sueño, delirio, error -rasgos todos de la vida interior- fueron para Manganelli las claves de su discurso sobre la escritura. El lado oscuro de las cosas y de la vida, de la propia literatura, fue la de Juan Benet. Ambos fueron en Lisboa quienes mejor demostraron a los hacedores de la modernidad -también a quienes pretendieron auparse en conceptos, como el de una centroeuropea a quien más nos hubiera gustado ver explicando el porqué de la vitalidad extraordinaria de su literatura de hoyque la literatura es, por encima de todo, y habrá que decirlo por enésima vez, la resolución por la escritura -por el estilo- de un problema que sólo en ella puede plantearse en plenitud. Es lo que diferencia la tranquilizadora opción estándar de la inquietante apuesta por un arte capaz de, en nombre propio, matar al padre y violar a la hermana. Qué no haríamos por escribir la página perfecta todos los que allí, en la hermosísima Lisboa de un mayo imprevisible, discutíamos el objeto de nuestros deseos bajo la mirada protectora y satisfecha de Ann Getty.
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