La religión civil catalana
Cada nación posee su misterio irrepetible. Cada una atesora su propio arcano. Y éste sólo se puede expresar en mitos, devociones y liturgias públicas que rindan fidelidad a su carga inefable y sagrada. En estos tiempos, afanados por la desacralización, el misterio nacional se ha convertido en un bien escaso y, por tanto, mucho más preciado que nunca. Un bien por cuya captura entran en liza los movimientos políticos, pues saben que su identificación con él puede llegar a entregarles el poder. Por eso, la religión civil, con su culto dedicado al misterio nacional, es decir, a la santidad de la propia tribu, ha venido a ser el caballo de batalla de la vida política de los más diversos países.La religión civil es un proceso constituido por un conjunto de rituales públicos, liturgias colectivas y piedades sociales encaminadas a reforzar la identidad y cohesión de una comunidad nacional y a atribuirle trascendencia, sacralizando rasgos específicos de la vida común, así como sus símbolos mundanos o religiosos, y dotando de carga épica a ciertos acontecimientos de la historia. El primero en identificarla fue Rousseau. Nuestra época la ha redescubierto, aunque se haya visto obligada a modificar un tanto la concepción rousseauniana -como he hecho yo en mi definición- quitándole la intención prescriptiva que él le confería. Se refiere a un fenómeno que tiene cosas en común con la ideología, y no digamos con la religión propiamente dicha, pero que no acaba de confundirse del todo con ellas.
Como religión civil, la catalana resulta harto interesante. Se fraguó, como tantas otras, en la época romántica de la afirmación nacionalista europea. Se fue formando al socaire de la elaboración doctrinal de los primeros catalanistas. Éstos no limitaron sus desvelos a reconstruir a su manera la historia de Cataluña -y a enmendar con ello la de España-, sino que muy particularmente se esforza,ron por resaltar aquello que después vendría en llamarsefet diferencial del país, como clave interpretativa de la identidad catalana y legitimación de su autonomía. Los ingredientes de la doctrina constituyente de la primeriza religión civil catalana soslayaban cuidadosamente 1 a pujante Cataluña empresarial e industrial que se abría paso, y más aún la contracultura obrera y libertaria que empezaba a florecer. Se confinaban al ruralismo, a un mundo preindustrial imaginado, al catolicismo, al derecho consuetudinario, a ese localismo y conservadurismo que queda resumido bajo el nombre de pairal. Quienes tejieroja tal doctrina mezclaban fantasía populista y desconfianza ante el mundo externo -identificado cada vez más con el incomprensivo Gobierno madrileño- con una tarea genuina y notable de rehabilitación del acervo cultural popular catalán. Iban a ser los componentes más conservadores y particularistas de la doctrina de aquellos venerables folcloristas de la Renaixença los que estaban destinados a tener consecuencias ideológicas, electorales y políticas mayores, y ello a través de su efecto decisivo sobre la constitución de la religión civil catalana posterior, que es la de nuestros días.
Ésta se caracteriza, entre otros rasgos, por su capacidad de hacer que las devociones del pueblo catalán posean una carga emocional que trascienda aquello que en principio significan. Como es sabido, en Cataluña mucho de lo que se hace o dice tiene su carga subliminal, desde la rosa de san Jorge hasta el más incapaz equipo deportivo, henchido de extranjería y mercadeo. Todo es más de lo que aparenta. La sardana se baila con unción y en silencio, porque es algo más que danza, es rito metapolítico. Y por ello, en Cataluña, los referentes latentes del discurso ideológico de sus políticos conservadores son más importantes que los explícitos. Precisamente porque lo sagrado anda en juego, en este pueblo irónico y tolerante se pueden olvidar estas virtudes cuando algún irreverente quebranta cosas que son más que lo que son. Por fortuna, la indignación moral dura poco y el revuelo es efímero. A las gentes de mi tribu no les gusta que llegue la sangre al río. Y es que las truculencias estorban esa otra devoción colectiva, hoy tal vez ya no tan privativa de sus gentes: el trabajo.
Los avatares de la historia contemporánea han hecho que una y otra vez las fuerzas radicales o progresistas no hayan podido (ni querido, en ciertos casos) capturar el acervo emocional y simbólico sobre el que se asientan las devociones públicas y litúrgicas colectivas que son capaces de movilizar los medios de producción emocional de los catalanes y reconducirlos por la senda política. Por eso ésta ha quedado en manos de un conservadurismo hoy proclive a un cauto -diríase tímido- compromiso con las reformas más inevitables del progreso.
Anarquistas y anarcosindicalistas fueron los primeros en desaprovechar las oportunidades políticas de un catalanismo distinto y por razones obvias. Tenían su propia religión. Los socialistas catalanes, confinados durante mucho tiempo a una minoría dentro de la izquierda, intentaron desde un principio -y hoy con no poco denuedo- abrir un frente diverso, universalista, solidario, hasta cosmopolita, a su pueblo. Pero eran pocos en el momento crucial de la forja de la religión civil moderna. Quizá en esto tuviera en su momento una mayor fortuna el comunismo catalán, de impecables credenciales catalanistas, pero contaminado mortalmente por la aberración estalinista, y luego (hoy) por el desmoronamiento que ha seguido por doquier al reciente eurocomunismo. El caso es que a ese momento mágico del catalanismo universalista, hasta progresista, que hizo eclosión con el retorno a su tierra del presidente Tarradellas sucedió una afirmación renovada de la incautación de la religión civil por parte de un conservadurismo semiilustrado, sensato, pragmático y provinciano, más basado en redes de notables que en un proyecto mínimamente alternativo. Él ha dominado la Generalitat hasta hoy mismo.
La habilidad del conservadurismo catalanista en no soltar de sus manos el talismán de la religión civil ha sido notable. La creación de un milenario de Cataluña, por ejemplo, constituye una respuesta oportuna al V Centenario del Descubrimiento y a otras conmemoraciones y festivales con los que se intenta consolidar la religión civil general española. La insistencia de muchos socialistas catalanes por afirmar lo obvio públicamente -que son tan catalanes o catalanistas como cualquiera- no está exenta de un cierto patetismo. Sabían que pagarían un precio al unir sus fuerzas, sin ambages, con el resto del socialismo español. Y ahora quizá tengan que pagar el coste adicional del natural desgaste de pertenecer al partido en el poder del Gobierno central, a más de seis años ya de su primera victoria. En ese sentido, su posición no es envidiable, porque los conservadores seguirán enviando el mensaje por todos los medios -incluidos los más ambiguos- de que son ellos los genuinos guardianes del fuego sacro.
Mientras no se rompa ese hechizo, la religión civil en Cataluña será partidista y pretexto para una vida política empobrecedora y trasnochada. Si es que los pueblos modernos no pueden prescindir de piedades nacionales y cultos comunitarios que sean, por lo menos, los de toda la ciudadanía. Que nadie usurpe los dioses lares.
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