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La destrucción de Oriente Próximo

Hace 40 años nacía en Palestina el Estado de Israel. Hoy, los únicos que lo celebran son los israelíes; los demás tienen pocos motivos para festejar cuatro décadas bañadas en sangre e intransigencia. Israel era fruto de un loable propósito: dar a los judíos una oportunidad de existir fuera de los guetos, de los pogromos y de los campos de concentración. El mundo civilizado les facilitaba la creación de su país y lo hacía, además, en el territorio que consideraban históricamente suyo. Pero, como consecuencia de ello, millones de moradores originarios de aquella tierra fueron expulsados, metidos en campos de refugiados o reducidos a la condición de ciudadanos de segunda clase.Es difícil explicar en toda su complejidad la cuestión de Oriente Próximo sin tener en cuenta los matices políticos e históricos que le aporta el período transcurrido entre las dos grandes guerras. Aun así, es válida la tesis de que en 1948 las Naciones Unidas, para corregir una monstruosa injusticia (el holocausto del pueblo judío), cometieron otra (la expulsión de los palestinos de su tierra), creando, por añadidura, un Estado que era inviable sin protección exterior. Israel volvía a encerrarse en un gueto, sólo que esta vez adquiría patente de corso para defenderlo.

Lo que ha ocurrido en estos 40 años es irreversible. Israel está donde está para siempre y la paz será posible sólo en la medida en que todos acepten este hecho. Dicho lo cual, las guerras y actitudes que han jalonado su historia han cambiado la configuración política, cultural y económica del mundo. Sin los conflictos de Oriente Próximo no se habrían planteado las revoluciones baazistas en Irak y en Siria o la de Mosadeq en Irán, como reto a la estructura política hegemónica de las potencias ex coloniales; no habría nacido, como represalia a la guerra árabe-israelí de 1973, la OPEP, el cártel de los productores de petróleo que ha revolucionado la economía mundial y enriquecido a los países árabes; sin la nueva riqueza, los árabes no habrían comprendido el valor de su posible unidad y la tremenda fuerza que el islam era capaz de manejar. Sin esta fuerza no habría tenido trascendencia política mundial el fundamentalismo islámico. Sin la amenaza del integrismo no se habría dividido ácidamente la nación árabe y no habría sido posible la revolución iraní.

Israel y la OLP

Es cierto, por otra parte, que si Israel no se hubiera defendido, si EE UU no le hubiera apoyado incondicionalmente, los judíos habrían sido arrojados al mar. Pero ahora la situación ha cambiado y resulta chocante la incapacidad de Israel de asumir el paso del tiempo y la posibilidad real de alcanzar la paz.

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La historia de Israel es la crónica de sus cinco guerras, de sus anexiones, de compromisos hipócritamente adoptados y luego violados, de represión sangrienta, de desproporcionada represalia, de ejecución despiadada y festivamente celebrada de cuanta persona se les opone. Triste trayectoria ésta a que le ha llevado su feroz y ciega voluntad de supervivencia.

Frente a Israel surgió pronto una voluntad implacable de signo contrario, dedicada a la destrucción del sionismo, mediante el terror y la guerrilla: la OLP ha sido y es un enemigo peligroso para Israel. Sus manos también están manchadas de sangre inútil. Pero, con el paso de los años y el peso de las derrotas, su carácter cambió. Por un lado, dejó de ser solamente un instrumento de liberación de un pueblo y empezó a intervenir de forma creciente en la política árabe, convirtiéndose así en una fuerza regional frecuentemente muy incómoda. Y, por otro, ajustándose al cambio de las circunstancias, tuvo que rendirse a la evidencia y aceptar como definitiva la presencia de Israel. El viejo enemigo palestino, haciendo gala de un pragmatismo del que carece su antagonista, se mostró dispuesto a hablar, aunque no a dejar de luchar. Es preciso recordar a Israel que, si la desea verdaderamente, la paz en la región no será posible sin que reconozca la realidad de la OLP y de los derechos que representa.

La amenaza de la OLP

Para Israel, sin embargo, a la amenaza de la OLP y de la enemistad árabe, cosas tangibles que se combaten por las armas o la presión diplomática, el 40º aniversario ha añadido un problema que le complica el futuro: los palestinos de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania han iniciado una revuelta civil que parece imparable. Repentinamente, los palestinos han dejado de colaborar pasivamente. Cierto es que, como necesitan una voz, adoptan la de la OLP, pero eso es incidental: su lucha ha dejado de ser la de los exiliados, para convertirse en la de la dignidad desesperada. Es una insurrección civil que ya no practica terror ni guerrilla. El sangriento error de Israel consiste en actuar como si lo siguiera haciendo.

Ello pone de relieve que en el fondo de toda esta cuestión subyace un problema difícilmente soluble: Israel quiere un solo país para una sola raza y no tolera la convivencia en su tierra de dos filosofías, dos religiones, dos pueblos. Por ello exhibe la desaparición de Líbano como Estado como la mejor prueba de que una sociedad multiconfesional y multirracial no es viable en Oriente Próximo. Este aserto es, por supuesto, una falacia. Para mayor escarnio Tel Aviv la ha estimulado a cañonazos.

La única salida a toda esta cuestión es forzar a las partes a negociar con una generosidad que, tal vez, no sienten, pero sin olvidar que, al fin y al cabo, si una garantía incondicional protege a Israel, la misma garantía podría proteger a la paz.

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