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Trivialización, chacota, desmoralización

No sé si vivimos una época de simple secularización -con ligeros brotes de reencantamiento- o más bien de general trivialización. Pero de lo que estoy seguro es de nuestra trivialización del carisma. El genuino carisma, el del lenguaje teológico, era una gracia divina que descendía sobre éste o aquél, haciéndole grato a los hombres -por su don de lenguas, de profecías, de milagros- aun cuando no, necesariamente, a Dios. Luego el carisma de divino pasó a ser diabólico y siniestro total, Hitler; dramático, o más bien teatral y siniestro parcial, Mussolini; o, finalmente, aureolado de mundana grandeur, De Gaulle. Hoy lo carismático, se ha vulgarizado y convertido en poco más que generador de popularidad. Lo que importa políticamente es tener, cada cual a su modo, buena presencia. Fraga fue ministro franquista, tiene un hablar atropellado y, aunque catedrático, no es nada intelectual; pero es, al menos, populista. Herrero de Miñón es serio y, probablemente, competente, pero no es popular. Popularidad es lo que se ha buscado con Hernández Mancha y también algo así como posmodernidad, aunque tal vez lo que se ha encontrado es, para usar la feliz expresión de una amiga, posmodernez.Y por lo mismo que la Popularidad está siendo, erigida en el valor político supremo, la impopularidad y la reducción al ridículo son los antivalores más esgrimidos: Felipe González es un enano clavado a la poltrona que prefiere hablar en francés, aunque mal, a la Comunidad Europea, que a los españoles en su castellano andaluzado, y Alfonso Guerra, un desaprensivo que unas veces deja en tierra a pasajeros provistos ya de su tarjeta de embarque, para darse preferencia a sí mismo en un vuelo regular, y otras, más prepotentemente y también "para no esperar", hace fletar para sí y los suyos un Mytère.

Y en esto está consistiendo, cada vez más, no sólo la comidilla de los medios de comunicación -a mí mismo, desde uno de ellos, tal revista que no he leído ni leeré, me llamaron para que participara en una encuesta sobre el juicio que me merecía el modo que acabo de citar de regresar de las vacaciones de Semana Santa-, sino, como digo, la crítica supuestamente política. De lo que se trata, mucho más que de poner de relieve los problemas reales y de buscar sus posibles soluciones, es de atacar personalmente a los líderes y, poniéndolos en ridículo, hacerles impopulares. La campaña que, en su día, se montó contra Fernando Morán es algo así como el paradigma de lo que para muchos, y por desgracia, constituye la esencia de la crítica política. Por parte de los terroristas, la extrema violencia física; por parte de los críticos, la algunas veces corrosiva, las más de las veces torpe, violencia verbal.

Con lo cual los verdaderos problemas políticos, y más que políticos, sociales y humanos, quedan soslayados: el apartheid y la compra española de uranio a Suráfrica, así como la venta de armas a países en guerra; el atropello, en general, de los derechos humanos en tantos y tantos países; el hambre en el sur del mundo -¿cuántos madrileños acudieron a participar en el acto público en el que se encendieron 40.000 velas, símbolo de los 40.000 niños que mueren diariamente de hambre en la tierra?-, el aplastamiento de la voluntad de independencia de Nicaragua y la de que Panamá pueda llegar a hacer suyo su Canal, cualquiera que sea nuestro juicio sobre sus respectivos gobernantes. Y viniendo a nuestro país, la incorporación lenta pero creciente de España a la estructura militar de la OTAN, en contra de la voluntad expresada en el referéndum; la venta no sólo industrial, sino hasta financiera de España a las grandes multinacionales, en medio de la inoperancia, cuando no puesta directa al servicio extranjero, de nuestros empresarios y ejecutivos; el paro general y, en especial, el juvenil, la sensación que damos a los jóvenes de que en nuestra sociedad están de más...

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Los mismos problemas de infraestructura material, sólo lentamente resolubles, así los de la red vial española, y las muchas víctimas de la carretera, se esgrimen como problemas políticos. Es una perogrullada que, sin embargo, parece necesario recordar, la de que "tenemos las carreteras que tenemos" y que, por tanto, mientras se mejoran, y aún después, es urgente limitar drásticamente la velocidad, con imposición de fuertes multas inmediatamente exigibles, y prohibición de esos anuncios de marcas de automóviles que, con voz dramática, proclaman velocidades superiores a los 200 kilómetros por hora, "la suavidad con la que puede alcanzar los 200 kilómetros por hora". En el país con mejores estradas, en California, sin pasar nunca de 70 millas, se me impusieron más multas, que era menester abonar inmediatamente salvo sometimiento a juicio sumario y también inmediato, que durante 60 años de conductor en este país. Es verdad que los buenos conductores pagaremos las consecuencias de la mala conducción media española: gentes que han aprendido tarde en su vida y, consiguientemente, mal. Pero más vale así.

La actual fiebre de criticar al Gobierno no en lo mucho que tiene de criticable, sino venga o no a cuento y con el mal gusto de hacer burla y chacota de él, es síntoma de un grave mal, el de la desmoralización y descrédito de la democracia en los que se ha caído o se está cayendo. Reconociendo, nos lo confesemos o no, que este Gobierno, todo lo malo que se quiera o no se quiera, es sin embargo y por ahora -como decía Churchill del régimen democrático- el menos malo de los gobiernos posibles, estamos efectuando, si se me permite la antífrasis de lo que, en este mismo diario escribió mi colega y joven amiga Adela Cortina, las "grandes rebajas motales de la temporada democrática". De las esperanzas, bajo la última etapa del franquismo, pasamos al desencanto y luego, tras el bochorno del 23 F y una breve recuperación de las expectativas, al convencimiento de que nuestra suerte se decide lejos de aquí, y la consiguiente desmoralización.

Mas por otra parte se nos dice, hasta cierto punto con modesta verdad, que "España está de moda", y desde luego, extraña paradoja, a nuestro Gobierno se le mira con mucho mejores ojos en Europa que entre nosotros, como adelantado en esa operación no ya del mero corrimiento a la derecha del nominal socialismo occidental, sino de la hábil ocupación total por él del espacio político, izquierda, centro y derecha. Operación que, nos guste o no, es prueba de la astucia de la razón, no sé bien si de la razón de Estado, de la razón del poder o de la razón de la impotencia.

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