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Tribuna:UNA PREGUNTA MORAL
Tribuna
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¿Cobayas humanos?

Hemos leído en estos días la dureza -ética y legal- con que ha sido tratado un médico francés -el doctor Milhaud-, que experimentaba con un hombre clínicamente muerto -descerebrado, concretamente-, al que se le mantenían artificialmente . algunas constantes vitales, como la respiración, la circulación de la sangre, etcétera.En Francia, varios médicos han confesado que lo hacían corrientemente y que no se arrepentían por haberlo hecho. Incluso existe una asociación, presidida por H. Caillavet, que defiende esta posibilidad, y se ha creado para llevar adelante su propósito experimentador. Se llama Asociación para la Experimentación sobre Estados Vegetativos Crónicos Estables.

La moral ha desarrollado una serie de pautas y reflexiones sobre la experimentación humana. Y las leyes también han dado normas que deben respetarse. Empieza con la famosa Declaración de Helsinki, adoptada en 1964 por la Asociación Médica Mundial, pasando luego por los documentos de muchos obispos del mundo entero (Australia, Portugal, Reino Unido, Canadá, Francia, Alemania Occidental y Austria), y llegando a las leyes de diferentes países. En España nuestra legislación se ha inspirado sobre la francesa, que socializa los órganos humanos.

Los hechos históricos que se pueden aportar son muchos. Se han realizado experimentos sobre uno mismo, sobre todo por médicos e investigadores. Se ha hecho sobre personas sanas, previa aceptación personal. O sobre encarcelados o condenados a muerte.

Sobre estos últimos -los condenados a muerte- se conoce un caso en el siglo V antes de Cristo. El médico romano Eráfilo viviseccionó entonces a seres humanos condenados a morir, con la finalidad de estudiar cómo funcionaban los organismos humanos vivos. Luego hay un período más inactivo, que se reaviva en el Renacinúento, y se sabe que el rey Luis XI permitió la investigación sobre ellos -los condenados a la pena capital- para que'se conociera mejor el llamado malde piedra y laflebre amarilla. Y lo mismo ocurre en la Italia de aquella época. Y ahora se sabe también que, sin llegar a tanto, en algunos países se recaba el permiso del condenado para realizarlos.

Experimentos sobre sí mismos fueron frecuentes en la Edad Moderna y Contemporánea, sobre todo desde el siglo XIX. Se conocen los casos de Eusebio Valli, que se inoculó la viruela; Spallanzani, que autoexperimentó las reacciones gástricas.

Lo mismo se hizo sobre personas, sanas con su consentimiento. Por ejemplo, el hijo de Jenner autorizó a su padre que le contagiara la viruela para estudiar su vacuna; el hijo de G. Oliver permitió que su padre le inyectase glándulas suprarrenales, y de ahí se siguió el invento de la adrenalina, y así otros muchos que se brindaron a probar los buenos resultados de los procedimientos curativos de familiares que estaban especializados en esas enfermedades y querían corroborar sus inventos.

El ensayo

Pero quizá el ensayo más espectacular fue el realizado en 1942 con 222 detenidos en la cárcel de Norfolk (Massachusetts), y- más tarde en la colonia penitenciaria de Nueva Jersey, en 1950, sobre el virus de la hepatitis, y en SingSing, con la sífilis.

Hasta aquí todo parece más o menos razonable, pero la cara negra de estas pruebas está en lo ocurrido en Alemania durante la última guerra mundial, en que los nazis experimentaron, sin el más mínimo respeto a sus víctimas, en los famosos campos de concentración, que más bien debían llamarse campos de exterminio por las inhumanidades allí ocurridas sistemáticamene. Se probó, sin el menor respeto a la dignidad personal, la resistencia humana a la descompresión, al frío, a las quemaduras, a los gases tóxicos y a las células cancerosas.

Éste es el panorama conocido. Pero el ingenio humano siempre inventa nuevas posibilidades, y ahora nos encontramos con esos casos de cobayismo humano en seres clínicamente muertos, que son reavivados en parte, pero de modo artificial y sin que haya esperanza de volver a la vida plenamente humana.

Si los órganos humanos de la persona fallecida están socializados, como parece implícitamente en algunas legislaciones, y mientras no haya el fallecido expresado su voluntad en contra, se podría experimentar con ellos o con el propio cadáver en aras del bien común, y siempre que se hiciese con la seriedad y responsabilidad debidas.

La Declaración de Helsinki de 1964 pide dos cosas: que realicen la investigación clínica "personas cualificadas ciéntíficamente... y bajo la supervisión de un médico cualificado", y que cuando esta investigación clínica no pretenda la curación del individuo, por estar fallecido, por ejemplo, sea emprendida con su consentimiento libre, o si esto no fuese posible, al menos "de su tutor legal". Sin embargo, en 1975 se reunió otra vez esta Asamblea Médica Mundial y revisó aquella declaración, concretando un nuevo principio: "Que en la investigación humana el interés de la ciencia y de la sociedad nunca debería tener preferencia sobre consieraciones relacionadas con el bien del sujeto".

Pero podemos preguntarnos: ¿cómo se puede aplicar esto al caso del doctor Milhaud, o a otros análogos, en que ya no hay vida humana ni posibilidad de ella, esta primacía de "los intereses del sujeto" de los que hablan esas severas reglas de Helsinki? Es cierto que debería consultarse en lo posible al interesado cuando está con vida; pero, ¿es esto imprescindible en todo caso? O hemos de preguntarnos más bien: ¿el respeto al cadáver debe primar sobre el bien de la sociedad, que tiene ahí un campo de experimentación para mejorar a los que están todavía vivos? ¿Hay todavía que aplicar en estas circunstancias el principio legal del "consentimiento del paciente", si estamos en el caso de que el paciente ya no existe, y parece que el espíritu de la ley francesa es la socialización de los órganos y la española se inspiró en ella?

Ahí es donde se plantea el debate, que debería aclararse sosegadamente y de modo objetivo y sin apasionamientos, en un mundo en el que la socialización de lo material ha progresado en él en casi todos los campos.

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