Suma de varios errores
Debe haberse imaginado como una especie de versión de cámara de Julio César. Menos personajes, menos texto; un ámbito cerrado de concierto, unas voces instrumentales; una asociación de las ideas eternas del poder, su corrupción, sus ambiciones, trasladada por encima del tiempo: de la Roma de César al Londres isabelino, y de éste a nuestra época, indeterminado por la mezcla de los trajes de calle -trajes de políticos- con las togas de fantasía; y con una palabra contemporánea, concisa, seca. Hay que imaginar esta actitud previa para darle alguna al intento, que vaya un poco más allá del acto gratuito, de la apetencia personal, del teatro para nada. No ha salido. Pasa en el teatro a veces -y eso es lo que se suele llamar su misterio- que la suma de grandes nombres da un resultado nulo.
Julio César
De William Shakespeare. Versión castellana de Manuel Vázquez Montalbán. Dirección de Lluís Pasqual. Intérpretes: Miguel Zúñiga, César Sánchez, Héctor Colomé, Cesáreo Estébanez, Alfonso Goida, Carlos Lucena, Juan José Otegui, Emilio Gutiérrez Caba, Walter Vidarte, Miguel Ángel Solá, Antonio Iranzo, Juan Jesús Valverde, Fernando Guilién Cuervo, Mercedes Sampietro, Montserrat Salvador, Carlos Meneghini, Pepa Valiente, Juan José Pérez Yuste, Francis L. Torres, José Antonio Correa, Carlos Hipólito, Joaquín Notario.Colaboración musical de Josep Maria de Arrizabalaga. Escenografía y vestuario de Fabià Puigserver. Teatro María Guerrero, del Centro Dramático Nacional. 15 de marzo.
Hibridación
Empezando por el de Shakespeare. Siempre hay que hacer una aclaración, que nunca se escucha en razón de intereses privados o de autodefensas: no es una cuestión de respeto -porque la moda, venida de Dios sabe qué poso de protestas, es considerar lo irrespetuoso como un valor- lo que preocupa con los clásicos, sino la hibridación, desde el punto de vista del arte. El texto del clásico va por su sitio, reclama su acción propia, la intencionalidad con que escribió, y no deja nunca de estar presente como un fantasma reclamando su vida; la actualización, o la modernización, pueden ir por otro sitio que les apetece a los neocreadores, y entre los dos propósitos puede haber -y aquí lo hay- un choque y un malestar. Es una cuestión objetiva. Shakespeare es, además de irónico, escéptico; y, además de escéptico, lírico, pasional, elevado.La adaptación al castellano de Vázquez Montalbán, siendo tan gran escritor y poeta, es fría y plana, se inclina hacia lo irónico, abandona lo exaltado. Disminuye, apoca a Shakespeare. Es un idioma rápido, al que la intención de ser coloquial y diario deja muchas veces en descuidado, incluso en no atento a las cacofonías. No encuadra con lo que está pasando: no sitúa a Marco Antonio con toda su desolación y el despecho contenido y en trance de evolución en el discurso fúnebre. No da misterio, cuando pasan cosas misteriosas. Es opaco para el teatro.
Shakespeare puede ofrecer en la lectura directa algunas fealdades, algunos ripios, algunos efectismos, que los escritores no teatrales no entienden: son, sin embargo, fuerza de representación, teatro, alternativas de la palabra hermosa, refuerzos de la idea. Suprimirlos o rodearlos puede ser de buen gusto; Shakespeare no fue un escritor de buen gusto, sino otra cosa muy por encima.
El director Lluís Pasqual ha hecho cosas parecidas. Shakespeare es casi siempre un ámbito libre y enorme, y Julio César es una de las obras más notables en esa manera. Encerrarlo en un semicírculo negro, de imitacion de mármol falso -como el sintasol, como el papel de empapelar, como el airon-fix- es una forma de aplastarlo. Los paseos de los actores para entrar y salir falsean el todo; pero peor es cuando se agrupan en forma de fotografía de pequeño estudio. El juego de las luces es pedante y exhibicionista, más que artístico; ni da el aire, o el ámbito, o el espacio, ni subraya las acciones; contribuye en cambio a descarar la fealdad del decorado -sacándole mates o brillos o sombras, destacando la indignidad del material con que se quiere imitar otro noble- y a veces, al menos en algunas butacas, a deslumbrar al espectador.
La música, de la buena firma de Arrizabalaga, se convierte en efectos especiales como en los malos melodramas, para dar ese misterio al que no se alcanza por otras vías: malsuena. A dramón de cine de barrio. Fabià Puigserver es tan buen escenógrafo como Lluís Pasqual es gran director, que ha firmado muchas lecciones de teatro; y ambos de tanta categoría como Vázquez Montalbán en la escritura. Shakespeare puede con ellos. O ellos pueden con Shakespeare: le destrozan. Con la colaboración de los actores, también de buenos nombres y buenas trayectorias. No se ve la necesidad de importar a Miguel Ángel Solá para un Marco Antonio más desfalleciente y aburrido que estremecedor, o de utilizar a Emilio Gutiérrez Caba para nada, como a Mercedes Sampietro y otros.
César
Lucena hace un César al que consigue convertir en personaje indiferente, y Walter Vidarte farfulla o se histrioniza -según- en Casio. Lo mismo ocurre con los demás. En la primera parte se mantienen dentro de una dicción más serena, de un esfuerzo mayor por adecuarse al cruce de lenguajes Shakespeare-Vázquez Montalbán; en la segunda, la rapidez de la acción, la presencia de la violencia, les desborda y se lanzan al caos. Es cierto que esa segunda parte está abandonada a su suerte, como si la muerte d César hubiese acabado ya la obra o el deseo de hacer las demostraciones prácticas que se desean hacer, y lo otro fuera un golletazo para terminar.El público acogió bien la primera parte, se entregó a su propio aburrimiento la segunda pero se mantuvo alerta y discreto por la cuestión de la magia de la cultura. Aplaudió al final, y todo salieron a saludar varias veces.
Quizá por la expansión de lo antiguos rumores de que Julio César es una obra que reflexión sobre el poder y la política, altas personalidades españolas acudieron al estreno y siguieron con atención, mientras pudieron, monólogos y diálogos. Pronto debieron comprender, sin embargo que nada de esto iba con ellos. Aplaudieron con su cortesía oficiosa habitual.
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