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Los espacios funerarios

Jorge Oteiza expone en Madrid 120 esculturas

Jorge Oteiza va a cumplir 80 años, y según su médico la única enfermedad que padece es la carencia de enfermedades, la inmensa e intensa vitalidad que impide a los demás seguirlo en el pensamiento, en la palabra y sobre todo en la obra. El espejo retrospectivo que todos cuantos le conocen tienen de este esteta insurrecto e irascible es el de su figura caminando rauda y detrás, como la mujer del mandarín, la infatigable Itziar, compañera paciente de un escultor e ideólogo difícil, versátil, dueño de una máquina de pensar agitada quizá por un exceso de sentido común en un país sin brújula. Su cerebro se asemeja a sus históricas cajas vacías, receptáculos engañosos recorridos por insoportable electricidad. Es luchador y mordaz. Se crece ante la tiranía de sus frustraciones en y con Euskadi convirtiendo la depresión en arrojo y en palabras que, como los heroicos hierros que dejó de elaborar en 1958, no conocen el óxido. Abandonó la escultura práctica -jamás la teórica ni la pedagógica, ni siquiera la política- argumentando que ya lo tenía todo plasmado. Que de haber insistido se habría producido un autoplagio constante y enfadoso que se negó a perpetrar.A raíz de la incomparable década, su libro Quousque tandem, percutor de polémica, malentendidos e impotentes suspicacias gubernamentales, fue el manual y el cartel; el Che encuadernado sobre la mesilla de noche de juventud de una Euskadi que aún no podía llamarse así. Llevaba el subtítulo de Ensayo de interpretación estética del alma vasca y constituía una auténtica irrupción en la prehistoria como coartada, raíz y matria. En aquel ayer todos ignoraban adónde iba Euskal Herría, pero Oteiza se dedicó con actividad y perspectiva entusiásticas a promulgar de dónde venía. Lo peligroso de ese volumen radicaba en que el lector lo asimilara como doctrina o como tesis, esto es, desde un punto de vista racional y no poético.

Los detractores, entonces, gritaban que los textos de Jorge se hallaban en flagrante discrepancia con -y contra- la arqueológica exactitud del carbono 14. Y los devotos del escultor retornado de un enriquecedor exilio subrayaban las páginas al pie de la letra para después, escoplo en mano, fabricar casi en serie estelas funerarias que alguno de los alumnos de la prestigiosa Escuela de Deba, el primer sueño y el primer desencanto de Jorge, ha tildado posteriormente, con el distanciamiento de los años, de estelas made in Taiwan.

Pocos fueron, o tal vez ninguno, y de que aquí brotan todas las incomprensiones hacia Oteiza, los que rasparon la pátina rupestre de sus palabras para extraer su inflexible contenido ético, su plácido y nostálgico minimalismo, su constructivismo destructivo. La revolución tenía como médula el espacio. O, mejor pluralizarlo, los espacios. Quien sucumba a la tentación de comparar el estilo de Oteiza (sintético y constreñido, en el que el discurso se desparrama más allá del tiránico filo del folio) y la columna de Pedro Escartín en Marca hallará una reveladora similitud de estructuras y objetivos.

El fútbol y el arte son una geometría. Tanto el seleccionador balompédico como el escultor de Orio se han pasado una existencia completa intentando introducir en las molleras planas y bidimensionales de sus contemporáneos la norma de que tanto la plástica como los goles no son sino una simple cuestión de espacio; de saber jugar sin pelota, de abrir brechas de desconcierto en el enemigo. Ahora Jorge Oteiza -y tal vez Escartín- ven llegar el límite de su madurez con un vago resquemor nihilista en los dedos manchados de tiza.

Utopías de piedra

En su estudio siempre hay una pizarra repleta de jeroglíficos, claves, matemática lírica e idiolectos. En los últimos tiempos el profeta, el fiscal desterrado al propio territorio que es Oteiza, ha regresado a las exigencias primarias de sus impulsos y lee y escribe poesía sin cesar. Poemas en las paredes. Poemas escarchando la mesa. Poemas saliéndosele de las gafas cansadas. Poemas como otoñal papiroflexia. Vigilando este torrente de ideas, un sobre con 30.000 pesetas destinado a los hipotéticos manguis que puedan invadir su despacho, junto con eI ruego de que una vez capturados los billetes dejen sus papeles en paz. Oteiza es así. Siempre se negó a considerarse hombre-anécdota, pero cada vez que abre la boca la sátira endereza las orejas de este misántropo que abomina de tertulias y festejos.

Cabría subrayar su predestinación de coleccionista de palabras justas, tan certeras y espaciadas como sus obras y sus declaraciones -casi de guerra- a la Prensa. Lo ha dicho, que los artistas siempre están movilizados. Y mientras los disidentes y críticos insulsos del régimen que Euskadi padece localizan y catalogan todo lo que no hace el Gobierno autónomo, él indica, y acierta, que lo perverso de las instituciones vascas no es que no hagan nada, sino que cuanto hacen lo hacen mal. "Hay que volver a soñar un país", asevera refiriéndose a Euskal Herría este martillo de beatos. Y también masculla que "los nacionalismos, entre nosotros, no son de nación, sino de partido".

El partido le obsesiona. El PNV, entiéndase: movimiento del que Jorge se niega a sustraer a Garaikoetxea y a su cisma. Entre otras cosas porque el ex lehendakari tuvo a Ramón Labayen como depositario de la cartera de Cultura; y sería Labayen como posterior alcalde donostiarra quien rechazara su diseño de nuevo cementerio para San Sebastián en Ametzagaña. Garaikoetxea se fue y Labayen se quedó, pero para Oteiza ambos son consustanciales. PNV puro y duro.

Ateneo del arte vasco

Fue aquél el último desengaño del escultor tras la aniquilación, antes de esbozarse los cimientos, de un ambicioso edificio en Bilbao, Sabin Etxea, gigantesco ateneo del arte vasco cuya viabilidad se enmoheció, como tantas otras iniciativas de Jorge, en algún cajón burocrático, banal, sensato hasta la estupidez. Del camposanto donostiarra ha dicho con pluma tal vez cansina, pero siempre incisiva: "ese cementerio ha sido mi última oportunidad para servir como escultor a mi país".

Añade: "en un extremo de la ciudad, frente al océano, tenéis el emocionante y simbólico Peine de los Vientos, de Chillida. En él otro extremo de la ciudad, y frente al cielo, hubierais tenido, abarcando como en un abrazo, definiendo nuestra ciudad, este monumento funeral y vital que no habéis querido".

El proyecto de la necrópolis de San Sebastián tenía como título Izarrak Alde (Hacia las estrellas), y en su explicación, Oteiza retornaba a sus orígenes perennes, a su glosa del vacío, a sus posibilidades de fuga de la nada a través de los espacios megalíticos. La muerte obsesiona y estimula a Oteiza. El desasosiego de un individuo eternizando en pesados monumentos y cenotafios inconsútiles recuerdos de un prójimo que se queda y le canta, le escupe y hasta le olvida, en prolongación mítica de la existencia, siempre sirvió a Oteiza de dinámica e inspiración, tanto para sus productos plásticos como para los literarios.

La muerte como viaje

En el apartado que titula La muerte como viaje, Oteiza el octogenario describe la escapatoria, la espectacular fuga de los difuntos: "Hemos rechazado la idea con la que se construyen nuestros cementerios como residencia de los muertos o ciudades de llegada, que se contradice con la idea popular, religiosa, de la muerte como viaje, como partida a un más allá que puede estar fuera de este mundo o en éste". Sugiere, tras tan inquietante dogma, que "a la fórmula aquí yacen correspondería más justamente la desde aquí han partido, desde aquí se han ido. Oponemos al concepto de cementerio como espacios ocupados, la construcción espacial vacía y sagrada que simbolizaría religiosamente una estación de salida desocupada de ferrocarril o aeropuerto".

Aquí Oteiza se muestra fiel a sí mismo. Resucita el cromlech oteizano que tantos sinsabores y úlceras provocara allá por los sesenta en los eruditos deterministas y en los científicos a ultranza. No es la mole, sino la holgura entre masas lo que posibilita la huida del polvo hacia otras dimensiones. Naturalmente, irle hoy en día a un funcionario de Urbanismo con la novedad de que una sacramental tiene que parecerse a un aeródromo es chocar de frente contra la estolidez establecida. Oteiza se estrelló contra las nociones modernas de eficiencia y lógica y sigue solo, una vez más, culpable de imaginación premeditada y de utopía contumaz.

Un poeta

Más aún, sabe que le queda poco tiempo y mucho por hacer. Renglones de escultura versificada. Intuye que escarmentar es de cobardes. Pero cita, a este respecto, a Íñigo de Loyola: "No mostrar en cada situación y momento nada más que aquello que puede lograrse del proyecto". Desoyó el consejo del místico azpeitiarra, y su autobiografía, magistralmente pormenorizada en sus Ejercicios espirituales en un túnel (Hordago, 1983), transcurre agónica en inacabable ristra de tropiezos "Debí de asustar", confiesa; "no encajaba la ambición cultural del país con la visión vulgar e interesada del partido".

No son paranoias las actitudes oteizanas ante el PNV. Su primer revés lo sufrió en los años treinta, cuando las clases dirigentes de quienes se atribuían la herencia de Arana, pacatas y provincianas, silenciaron las audacias de una vanguardia vasca en la que militaban, además de Oteiza, Nicolás Lecuona y Narkis Balenciaga.

Heréticas frivolidades que no se quisieron entender. Resulta curioso, pese a todo lo dicho, que el indómito aislamiento de Oteiza no se haya transfigurado en soberbia amarga o en hostilidad masoquista. Él sigue a lo suyo, a sus poemas, a lo único que le queda, dice, para huir, para separarse de los hombres. "Es mi último refugio".

Oteiza, anacoreta sensual y no intelectual, se hace acreedor a más méritos por serlo. Toda la plástica joven vasca, lo quiera o no, lo sepa o no, está influenciada por su impronta, por su ponzoñoso magnetismo., Dispersos por Euskal Herría, y algunos emigrados extranjeros, los discípulos de este patriarca de la forma perpetúan los ecos del primer martillazo, aquel que fue guiado por la voz, por el acento de Jorge, el escultor proscrito que día a día se hace más adolescente con sus versos, su ira y su pizarra. "Sólo mueren los pueblos que no han existido nunca", le dijo un día a quien esto firma en su casa de Alzuza (Navarra). Oteiza vive. Y pese a quien pese, existe. Pervive en los apóstoles de piedra de Aránzazu, que son 14 porque, según él, "no le cabían más".

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