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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte en Colombia

EL ASESINATO del procurador general de Colombia, Carlos Mauro Hoyos, es el último episodio, por ahora, de la guerra total del narcotráfico contra las personas que siguen fieles a la democracia y al Estado de derecho. Pocos días antes había tenido lugar el secuestro del brillante candidato conservador a la alcaldía de Bogotá, Andrés Pastrana. Esa trama negra dedicada al crimen es -como reconocía recientemente el ex presidente Belisario Betancur- "una organización más fuerte que el Estado". En 1987 se calcula que han sido cometidos más de 2.000 asesinatos contra dirigentes sindicales, funcionarios y políticos que no se dejan corromper, periodistas, profesores, magistrados. Una de las razones del trágico incremento en este período de los asesinatos políticos es la celebración, el próximo 13 de marzo, de las primeras elecciones democráticas de alcaldes, que podrían acabar con el dominio del caciquismo en la vida local. Los que quieren acabar con la ley y la democracia hacen todo para impedir esas elecciones, sembrando el miedo y causando la muerte de muchos candidatos. A pesar de este chantaje sangriento, los partidos políticos colombianos parecen resueltos a realizar las elecciones. Es una prueba de fuerza que necesitan ganar para frenar la marea de ¡legalidades y crímenes.Conviene recordar, ante el asesinato del procurador Hoyos, que era odiado no sólo por los traficantes, sino por los militares. Había destituido a un militar y colocado en su lugar a un fiscal civil para investigar casos de complicidad del Ejército con los crímenes del narcotráfico. Pero jamás este tipo de investigaciones ha tenido el respaldo necesario por parte del Gobierno, y los crímenes permanecen impunes.

Sin embargo, los grandes jefes del tráfico de droga, principalmente el cártel de Medellín, son sobradamente conocidos. Tienen en jaque al Estado casi a cara descubierta. Un caso típico es el de Jorge Ochoa, uno de los principales traficantes de droga del mundo. Caso en el que la justicia española tiene una responsabilidad seria: detenido en España, una primera sentencia decidió su extradición a EE UU, cuya justicia le reclamaba con gravísimas acusaciones. Sin embargo, esa sentencia -después de una serie de avatares procesales- fue revocada por el Tribunal Supremo, que decidió su extradición a Colombia. Para Ochoa, ir a su país, incluso preso, significaba recuperar pronto la libertad y la posibilidad de reemprender su actividad, como así ocurrió. Hicimos un flaco servicio a Colombia y la mafia de la droga se benefició de la decisión.

Un argumento falsamente progresista -y que en el caso Ochoa tuvo eco incluso en España- tiende -a rodear el narcotráfico, ante la persecución de la justicia estadounidense, de cierto mérito antimperialista, patriótico. Sin embargo, en las condiciones de Colombia hoy, la extradición a EE UU de traficantes que han cometido delitos en dicho país es la única forma segura de que sean condenados y de que cumplan sus penas.

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Desde que el presidente Virgilio Barco ocupa la presidencia de Colombia, la impotencia del Estado ante la ola de crímenes políticos se ha acentuado. Cuando en 1986 fue asesinado el prestigioso periodista Guillermo Cano, el presidente Barco anunció una cruzada contra el narcotráfico. Pero no hizo nada. Nuevas promesas cuando el asesinato, en octubre pasado, de Jaime Pardo, el candidato a la presidencia de la Unión Patriótica. Siguió la pasividad del aparato del Estado. En realidad, la omnipotencia de los traficantes y la impunidad de los grupos paramilitares se debe a la red de complicidades con las que cuentan dentro del Ejército y en otros cuerpos del Estado. Ante los últimos crímenes, que han conmovido a todo el país, ¿se producirá un sobresalto de las fuerzas políticas susceptible de promover las medidas imprescindibles para que no se hunda el Estado de derecho? Algunos lo esperan. Muchos están dominados por el temor y el desánimo.

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