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Tribuna
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Coloquio entre perros

Me telefonean a la madrugada desde una bella ciudad del sur andaluz: "Seta (mezcla de pastor alemán y loba) acaba de parir 10 perros". Y una segunda telefonada, al poco tiempo: "'Seta ha parido otro más. Así que ya son 11". Telefonada de cuatro días después: "Seta y todos sus perritos están bien. La madre toma tres o cuatro litros diairios de leche".El primer perro que yo tuve se llamaba Centella. Era una perrita negra, moruna, que vivió hasta muy viejecita, ya casi ciega, con nosotros, y la dejamos tirada sobre un escalón, a la puerta de nuestra casa cerrada, ya sin nadie, cuando todos los de la familia, acompañados de nuestro padre, nos trasladamos para siempre a Madrid.

La Centella murió allí, a la puerta, fiel, y sin querer probar la comida que algunos misericordiosos vecinos le dejaban.

-Yo no intenté ni mirarla -dice, lejaria, la Centella- y morí allí mismo, ante aquella puerta, por la que volví a entrar una noche, llovida y revolcada de arena, después de haberme escapado de aquel barco de pesca en el que me metísteis, hartos de rri, para separarme de vosotros.

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- Enla trama de ese horror yo no participé. ¡Verdad, Centeda, que en estu madrugada de Madrid, en que vuelves de nuevo,saltando sobre mi cama, nos perdonas, y sobre todo a mí, ahora que ya tengo 85 años y me vienes a ver desde aquellos primeros del siglo?

Luego, apareció Yemi, que regalaron a mi hermano Agustín. Ella fue la que me acompañaba a cazar lagartos por los pinares de Valdelagrana, en El Puerto. Entra ahora aquí, Yemi, también en mi cu.arto, en esta hora del amanecer, Yemi, blanca y manchada de islas negras, enemiga mortal de aquellos lagartos y lagartijas verdes de aquel profundo coto lleno de aromados lentiscos y pinos parasol.

C¡erro ahora los ojos, queridos perros de mi infancia, de cuando yo aprendía a leer, iba para pintor, se mataban entre sí las principales naciones europeas, yo escuchaba en Madrid los disparos de ametralladoras reprimiendo una huelga, y el sol de Lenín amanecía sobre las estrellas doradas del Kremlin.

Y ya, hasta que apareció la Niebla, no tuve más perros. Todo el mundo sabe que fue Pablo Neruda quien me la regaló, después de haberla encontrado, herida una pata, en una noche neblinosa de Madrid. Perra maravillosa. Hizo toda la guerra conmigo. Pero después que fue evacuada a Levante con mi familia, vivió en una finca campestre de Castellón de la Plana, y cuando tuvo que ser transportada a Valencia, porque peligraba el frente levantino, llegó tarde al coche que había de alejarla de allí, y quedó sola, perdida, en medio de la carretera, sin rumbo, sin saber qué hacer... ¿Qué sucedió contigo, Niebla, el perro de mi vida que recuerdo con mayor devoción y cariño?

-Yo quiero hoy decirte que, como García Lorca y tantos miles de otros, fui fusilada. Te pido que recuerdes ahora que fui tu amiga de la fe, del amor, de la confianza y la alegría, que me cantaste con altura y estoy desde entonces en tus poemas de la defensa de Madrid, recordada y repetida portodos.

-No te olvides de mí, antes de partir para el exilio. Me llamé Trotski. Quise ser siempre virgen, y aunque intentaste que lo dejara de ser poniéndome delante de maravillosas perras salidas y dispuestas, yo no quise perder mi vigorosa virginidad.

Y ya no tuve más perros hasta que Regué a la República Argentina, al rutilante y anchuroso Río de la Plata.

La primera perra que estuvo algunos años conmigo en Buenos Aires se llamaba Tusca, una pequeña escocesa, valiente, vivaz y provocadora.

-Yo te partí un dedo de la mano, luchando en la calle con un temible perro alemán que me atacó de pronto, apareciendo súbitamente de un portal. Cuando se fue, tu dedo yacía doblado sobre la palma de tu mano izquierda.

-Es verdad. Hubiese perdido mi carrera si hubiera sido pianista.

-Te escorchás. Perdona. Pero te he dejado ese feo recuerdo.

-¡Guau, guau, guau!

-Pero ¿qué haces?

-Estoy ladrando. Me gusta hacerlo cuando estoy preocupado.

La Muki era una pequeñísima perra maltesa, visionaria. No era una perra, sino una maraña, un rebujo con dos ojos locos y extraordinarios. Cuando yo me encontraba en las Barrancas del Paraná, se pasaba las horas ladrando ante la puerta de la pequeña quinta en donde yo vivía. Extraña insistencia. Ella misma me dijo:

-Allí mataron al festejante de la hija del dueño. Y aunque tú no lo veas, ahí está, tendido en el suelo, atravesado por un cuchillo.

Y ahora yo tengo sentados, también aquí, en mi cama, a estos otros dos perros, en el descenso de esta noche madrileña, una cualquiera de mis 85 años, conversando oscura y cordialmente con ellos.

-Yo soy don Amarillo.

-Y yo, don Alejandro. Los dos estamos comidos por las pulgas y los mosquitos. Somos dos gauchos irlandeses. Ladramos poco, pero cuando lo hacemos, nuestros aullidos llegan hasta el Paraná, inquietando sus aguas.

-No hagas caso a esos dos. Están locos de soledad, sucios y comidos hasta de piojos. Yo soy Jazmín, uruguayo, el alma errante de Punta del Este. Te conocí bañándote en la playa de Cantegril. Nos perdimos un día. Y desde entonces te estoy buscando.

Recordé siempre a Jazmín en Italia. Pasó por mí como una ráfaga de cola luminosa, que aún me sigue cegando.

Allá en Buenos Aires, después de 24 años de permanencia, dejé a la Kety, inglesa y llena de estilo, y a la demente Muki, en manos de una joven poeta que las cuidó y mandaba sus mensajes a Roma, hasta que al fin dejó de hablarme de ellas y de escribirme.

Pero ahora, la Guagua, más grande e inocente, perra hermosa color tabaco, me pide que recuerde que tan sólo sabía llevar entre sus dientes un sobre cerrado, una carta. "La carta, la carta", había que decirle. Y ella, de entre muchos revueltos papelotes que le tirábamos en el suelo, elegía ése, que era siempre un sobre cerrado, y que dejaba a mis pies, mientras le repetíamos: "¡La carta! ¡La carta.'" ¡Pobre Guagua, que no sabía leer?

-¡Alano! ¿En dónde estás, Alano? Me dicen que estás muerto y enterrado en la cuneta de un camino, lejos de aquí. Salgo a buscarte y te encuentro, tapado con hojas tu ancho cuerpo canela. Apareciste -ya también lo conté en mi Arboleda- en mi jardín del bosque de Castelar una noche. Andabas perdido. Me miraste, fijo, y luego te acercaste y casi me lamiste la mano. Te dije: "Quédate". Y entraste en mi casa. Cuando me iba de ella, te quedabas solo, siempre esperándome. ¡Alano!, te gritaba, y siempre aparecías de debajo de un árbol. Viviste mucho tiempo, solo y conmigo, hasta que el quintero de la casa de enfrente, un cobarde miedoso, te asesinó a tiros.

-¿Te olvidarás de mí sin dedicarme ni una sola línea? Soy Diana.

-También asesinada en aquel mismo lugar, a la puerta de mi casa, abandonada en aquel arroyuelo por el que corría el agua de la lluvia. Eras blanca y humilde, como una perra cualquiera, pero buena y maravillosa. Me acompañabas junto con el Alano, corriendo tras mi bicicleta. ¡Diana, Diana, casi no queda sitio para ti en este cuarto madrileño!

Y ahora, ven tú también, aquí a mi lado, pues quiero preguntarte a ti, la escocesa más sensacional, la reina de mi casa de la calle Garibaldi, la Babucha, llamada así porque le tuve que poner un nombre que empezase con B, ya que bajo esa simple condición me fue regalada por Linuccia Saba, la hija del gran poeta triestino y delgadísima amante de Carlo Levi, buen pintor a la vez que autor del resonante libro Cristo se detuvo ante Éboli. Igual que aquel perro, Trotsk, que tuve en Madrid y se obstinó en permanecer virgen, la Babucha no quiso nunca saber de varón, y hasta llegó a rechazar a un hermoso galán, Buio -que era su hermano-, un joven príncipe al que atemorizaba mostrándole los dientes, poniéndose a la defensiva como un guerrero en un rincón. El Buio lloraba, quejándose, vuelto patas arriba, mostrando su erecta perrivilidad, desbordada

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de líquidos jazmines. Huida y arrinconada la Babucha, había que sacarla del salón, mientras el Buio quedaba solo, derrotado, arrancándolo el último de allí.

En la decadencia de la Babucha, apareció una noche un perro volpino -zorrito-, que me suplicaba, sentado, cruzadas en alto las patitas, que lo llevara a mi casa. Era tierno y penoso contemplarlo. ¿Qué hacer? Un camarero del bar de la esquina me dijo: "Déjelo entrar, pues dentro de muy poco pasará el furgón de la perrera y se lo llevará. Y ya sabe usted lo que harán con él a la madrugada".

Lo miré largamente y entonces le dije: "Bueno, sube a casa".

Dando saltos, como agradecido, penetró en el patio. Durmió luego a los pies de mi cama, observándome con un ojo siempre abierto. Cuando al día siguiente comprendió que yo no lo echaba a la calle, se puso a dar saltos, poniéndose de pie a la hora de la comida. Le pusimos de nombre Chico. Un muchachillo de la calle, que lo reconoció cuando lo llevaba de paseo, me dijo que era el perro escapado de un circo una noche, quedando vagabundo por el Trastevere. El Chico, una agitada maravilla como para escribir el más gracioso y pícaro relato.

Al regresar a España, en abril de 1977, lo traje metido en la panza del avión que nos conducía a Madrid, después de 39 años de exilio. Como en el hotel donde me hospedé no soportaba quedarse solo cuando yo tenía que salir, el Chico ladraba y lloraba, con la protesta plena de los inquilinos del hotel. Con el más grande dolor de mi corazón lo tuve que dejar a unos sobrinos míos que tenían un jardín, en donde él se divertía corriendo tras los niños y bafiándose en la piscina. Pero tuvieron un día que partir todos para México, y creo que lo dejaron con un veterinario, que me parece vivía en el campo, desapareciendo -o muriendo- aquel precioso, angelical Chico, paseante de las calles trasteverinas. Ahora el Chico aparece proyectado en la pared de mi cuarto, y poniéndose de pie me da, pero sin amargura, un justísimo corte de manga. Y, sin embargo, Chico siempre pregunto por ti, sin que ninguno sepa decirme dónde estás, dónde terminó tu vida, duendecillo genial y pequeño del Trastevere.

Aquí os he reunido, por primera vez, a todos vosotros, amados perros dispersos de mi vida.

Una nueva llamada telefónica de la bella ciudad del sur andaluz me recuerda, pasados ya unos días: "Seta sigue dando de mamar a sus cachorros. Ahora, en vez de cuatro se toma cinco litros de leche, medio kilo de arroz entre unos grandes trozos de pollo con zanahorias".

Está bien.

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