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Tribuna:EL 31º CONGRESO DEL PSOE
Tribuna
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Barrileros y tamborreros

Malo es que los congresos de los partidos políticos se organicen con el propósito exclusivo de que los medios de comunicación sirvan de caja de resonancia para sus sesiones. Pero todavía peor resulta que los informadores -como mediadores del público y no, como contempladores de su propio ombligo- sean excluidos de los debates en los que los delegados se pronuncian sobre los balances del pasado y los planes de futuro que los dirigentes someten a los militantes. Por desgracia, así ha ocurrido en el 31º Congreso del Partido Socialista Obrero Español.Esa política de puerta cerrada contradice de manera estridente la doctrina oficial según la cual el partido socialista, instrumento de un proyecto que lo subsume, debería abrirse al exterior y abandonar su inclinación por los jardines secretos. El recelo ante los informadores se da de bofetadas con las jeremiadas habituales del PSOE en tomo a la incomprensión de que es objeto su política por falta de canales adecuados de comunicación con la opinión pública. Al menos en este caso, el examen de conciencia y el dolor de corazón de los dirigentes socialistas no se han prolongado en el propósito de la enmienda.

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No se trata de una protesta, gremialista. Todo el mundo pierde con la decisión de tapiar inútilmente el campo. La vieja idea de que la ropa sucia debe lavarse en casa sólo contribuye a disparar la imaginación de los excluidos a la hora de valorar los resultados de la colada y la falta de higiene de la familia. Pero, sobre todo, la práctica del cerrojo hurta a los ciudadanos la posibilidad de disponer de elementos de juicio sobre los proyectos del PSOE. Es algo más que una frase recordar que la participación democrática, sinónimo de socialismo en opinión de Felipe González, tiene como requisito previo la transparencia informativa.

Era un pronóstico generalizado que el 31º Congreso no depararía la ocasión para que se abriera la caja de Pandora de las disidencias latentes entre los socialistas. El recuerdo del 28º Congreso, que casi hizo saltar por los aires al PSOE, será durante mucho tiempo un factor de disuasión nuclear para la formación de corrientes críticas dispuestas a llegar a una confrontación abierta con las posturas oficiales. Y, sin embargo, las fisuras del edificio, pese a la cuasi unanimidad de los delegados en las votaciones, no sólo son ya visibles, sino que resultaban irremediables. Tan sólo cabe preguntarse si podrán ser reparadas o se convertirán en grietas.

Si una de las maldiciones con que la providencia ha distinguido a los españoles es su tendencia a llegar mal y con retraso a casi todas partes, los socialistas no han sido la excepción. Su incorporación al Gobierno ha coincidido con una coyuntura en la que las políticas socialdemócratas, aplicadas con éxito en otras zonas de Europa durante la etapa de recuperación de la II Guerra Mundial, parecen en buena medida agotadas. La polémica del 28º Congreso sobre socialdemocracia y socialismo remitía, en última instancia, a las diferencias entre las realizaciones llevadas a cabo desde el poder por los partidos socialistas europeos durante el período de crecimiento que hizo posible la ampliación del Estado del bienestar y las imprecisas recetas, a medio camino entre la reforma y la revolución, formuladas por los ideólogos de la II Internacional en el cruce de los siglos XIX y XX.

En cambio, el debate del 31º Congreso está girando no ya sobre la superación de los marcos establecidos por la economía de mercado, sino sobre las insuficiencias de la política socialdemócrata a secas realizada hasta ahora por el Gobierno. Para los socialistas descontentos no existe una percepción común del desajuste existente entre las expectativas albergadas en 1982 y los logros conseguidos cinco años después. La ausencia de un poderoso bloque de oposición unitario dentro del PSOE se debe tanto a la distinta naturaleza de las esperanzas defraudadas como a la diferente valoración de los resultados obtenidos y de las posibilidades abiertas hacia el futuro. El intento de agregar las discrepancias de Nicolás Redondo, Joaquín Leguina, Raimon Obiols, Manuel de la Rocha o Ricardo García Damborenea en un cómputo común resulta tan escasamente operativo como la suma de peras y manzanas. Únicamente Izquierda Socialista parece creer en las posibilidades de esa heterodoxa aritmética. Es más que dudoso, sin embargo, que ese grupo consiga transformarse en el aglutinante de una corriente que armonice los diferentes puntos de vista de todos los que piensan que ni España es jauja ni el PSOE el descendiente directo de la corte del rey Arturo.

Durante la noche de San Sebastián, las calles donostiarras son recorridas por cuadrillas que acompañan con instrumentos de percusión las marchas de Sarriegui. Algunos miembros de esos grupos, disfrazados de cocineros, dan la réplica, sobre pequeños barriles, a soldados vagamente decimonónicos que tocan los tambores. Esa división del trabajo entre tamborreros y barrileros, entre militares y cocineros, recuerda los esfuerzos desplegados por los dirigentes de Izquierda Socialista para ser aceptados por los líderes de UGT como socios de un núsmo proyecto. Los teóricos de gabinete siempre han sentido cierta fascinación por los hombres de acción; hasta Antonio Machado quiso retóricamente cambiar su pluma por la espada de Enrique Líster. Si los cocineros sirven para preparar el rancho de los soldados y acompañar sus redobles, los barrileros de la corriente crítica del PSOE se ofrecen a condimentar las raciones ideológicas para los tamborreros de UGT. Hasta ahora han recibido la callada por respuesta. Y mucho tendrían que cambiar las cosas para que fuesen escuchados.

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