Una medalla en la cara
El desconocimiento español acerca de los judíos y del Estado de Israel resulta tan generalizado y pertinaz como la humorada de los tradicionales lazos de amistad con los países árabes. La ignorancia, por otra parte, no incumbe exclusivamente a lo judío: lo mismo podría afirmarse respecto a los lituanos, los montenegrinos o los albaneses de Kosovo, por citar ejemplos tomados al azar y sin salirnos del marco europeo. Una desgracia más de la cultura española, tanto más grave cuanto afecta a la ausencia de una curiosidad que podríamos denominar etnológica, una curiosidad que, en la línea de la literatura de viajes británica y francesa, debió de haber sido implantada por la sociedad pensante, como mínimo, durante el Siglo de las Luces.Sin embargo, lo curioso de este desconocimiento de lo judío, estriba en el hecho de que la Península, desde los tiempos de la Hispania romana, fue la bien amada Sefarat de los cerca de 200.000 judíos expulsados por los Reyes Católicos y de los 50.000 que permanecieron bajo la protección de las aguas bautismales a partir de 1492, o de 1498 en el caso del reino de Navarra, ello si, con suerte, estos cristianos nuevos o marranos no eran descubiertos practicando a oscuras la ley mosaica y entregados luego a la Inquisición.
Pero sin necesidad de remontarme ahora al pasado más o menos reciente en lo que concierne a la despreocupación de Sefarat por sus expulsados, ni tampoco a las excepciones en lo que se refiere al interés de unos cuantos por salvar, desde la España franquista, el mayor número posible de sefaradim y también de ashkenazim de la maquinaria de exterminio nazi, parece fuera de toda duda la ambigüedad, la tergiversación y la simpleza con la que hoy en día es tratado el tema de Israel y de los judíos por los medios de comunicación.
A un mes del inicio de los graves sucesos de Gaza y Cisjordania todavía podemos oír hablar de los atropellos del Ejército judío y expresiones sobre instituciones vinculadas a estos acontecimientos en las que se subraya de modo empecinado el calificativo de judío. Una intensidad tal en la confusión terminológica se produjo asimismo cuando la llamada paz en Galilea, vulgarmente conocida por invasión de Líbano. Las consecuencias para nosotros, los judíos de la Diáspora, en el orden moral y, por desgracia, también en el material, no se hicieron esperar entonces.
Y la historia se repite. Los medios de comunicación, la opinión pública, siguen identificando sin más judío con israelí. Pero ¿cómo debe interpretarse la existencia de una comunidad judía en Marraquech y la existencia de un Estado llamado Israel por más que en éste rija una abrumadora mayoría de ashkenazim? Y si menciono a los judíos de Marraquech es por haber tenido trato directo con ellos. Pero también podría referirme a los judíos que continúan residiendo en Irak, Siria o Egipto. ¿Son judíos sionistas? ¿Son israelíes?
Judíos y sionistas
Identificar al judío con el sionista, al sionista que emigra a Israel o ha nacido ahí, es un error. Un error que pagan, justamente, con mucha frecuencia los judíos de la Diáspora, como sucedió, por ejemplo, con la matanza de judíos turcos en una sinagoga de Estambul. Ahora los primeros brotes antisemitas a raíz de lo que está sucediendo en Israel no han hecho más que empezar.
Por más que Jorge Semprún, en el prólogo a La Europa suicida (1870-1933), de Leon Poliakov -una de las grandes referencias para los interesados sobre la historia del antisemitismo-, manifieste la necesidad de "comprender el nexo ideológico y político que une la defensa del Estado de Israel con la lucha permanente contra el antisemitismo", somos muchos los judíos de la Diáspora que no nos identificamos en absoluto con el mencionado Estado o con una determinada política de éste. Incluso entre los propios judíos ultraortodoxos que habitan en Israel se produce un rechazo inequívoco del mencionado Estado: ellos residen en Palestina.
Si cuando la invasión de Líbano guardé silencio, aunque en mi novela De tu boca a los cielos ya dejaba bien clara mi postura, ahora, a la vista de la situación actual en los territorios ocupados y a la vista del mutismo de la mayoría de los judíos españoles, callar significaría convertirme en cómplice.
No es éste el espacio para analizar los orígenes y motivaciones de la Sociedad de Sión, fundada en 1861, o de analizar El Estado judío, de Herz1 (1896), donde urge a los judíos a la búsqueda de un hogar nacional. No me interesa ahora seguir las vicisitudes de los congresos sionistas exigiendo Palestina para los judíos. Y, no se olvide, para los judíos del Este y del centro de Europa.
El sueño realizado de Sión, como albergue y protección de los judíos esparcidos por el mundo, no me exime de denunciar la situación a la que han llegado los políticos israelíes con la avenencia de una notable proporción de sus ciudadanos, como lo denuncia, desde el interior, el movimiento Paz Ahora.
De no ser así, la historia volverá a repetirse siguiendo una mecánica paranoide: el pueblo elegido y oprimido se convierte en pueblo opresor. La dignidad moral ganada tras el holocausto, desgraciadamente, se está estrellando por momentos en el Muro de las Lamentaciones. Y he ahí lo cíclico: del lamento, a la altanería; de la soberbia, a la melancolía y la postración.
La actual política israelí pretende que a la larga el término lamento cobre el muy alto valor que ha tenido siempre en la historia de los judíos.
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