El lugar del arte en tiempos oscuros
Los artistas y el franquismo
Tengo ante mí unas palabras cuyo autor voy a silenciar ahora. Según su aserto, la Guerra Civil española de 1936-1939 no la ganó nadie: ni los que triunfaron en los campos de batalla y a lo largo, de los años vieron transformarse en derrota su victoria ni en el Frente Popular, que "no sólo perdió la guerra, sino que muchas de sus ideas, concepciones y proyectos tienen hoy poca vigencia histórica". Prodigioso y cruel sofisma, porque las contiendas bélicas siempre tienen unos vendedores, los que perdieron la vida, del mismo modo que las represiones terminan erigiendo como indiscutible triunfador al perseguido.No hay condenación posible, moralmente justificable, para los destruidos, los perseguidos. Su libertad es intangible, total, rebelde ante la piedad y la ironía; se impone de modo incontrovertible, al igual que anonada la dimensión de la eternidad desde donde nos siguen hablando los aniquilados, los muertos -todos- y todas, absolutamente y sin excepción, las víctimas.
Viene esta advertencia a cuento de la exposición en homenaje a las víctimas del franquismo [en el Centro Cultural de la Villa, de Madrid, hasta el 6 de diciembre], en la que participan muchos artistas y otros agentes de la cultura artística para afirmar que los condenados por quien desató en suelo español la primera gran batalla de la Il Guerra Mundial, los muertos y acosados de cualquier credo o confesión, no fueron mártires inútiles, sino ganadores desde cualquier juicio capaz de remontarse sobre las asechanzas del rencor. De ahí viene que rendir tributo a quienes fueron destinados al sacrificio no encierre ninguna clase de revanchismo. Más bien, desde la claridad de la imaginación creadora, propicia meditación y recuerdo, pues los calvarios del pueblo español son crueles enseñanzas imperecederas y no episodios que olvidar.
Este homenaje llega, con el don de la oportunidad bajo el brazo, para obligarnos al recuerdo y para servir de elemento referencial en el indispensable análisis de nuestro mundo, nuestro contorno más inmediato y nuestra más o menos alienada conciencia. ¿Podremos hablar quizá de una cultura artística comprometida? ¿Qué puede significar esto ante la confrontación entre el signo de esa cultura durante el franquismo y lo que ha venido después?
Sabemos que bastantes participantes en la exposición fueron también -cuando su atalaya generacional lo permitía- incluso adalides antifranquistas. Nadie en el censo español del arte digno de tal nombre comulgó con la dictadura. Por consiguiente, conviene evitar que la especificación del antifranquismo encierre la trampa sutil de presuponer la existencia de un arte franquista. La razón es bien simple, pues el principio de artisticidad solamente es reconocible como constitutivo de valores elevados y, si se me apura un poco, también de valores positivos en el discurrir de la empresa humana. Nos ha sido devuelto el horizonte de la historia, tantas veces eclipsado.
Piedras de toque
La cuestión es fundamental sencillamente porque sus rasgos esenciales han de ser cotejados con los del día de hoy. Ayer -en ese pasado al que llamamos franquismo- la cultura artística española tuvo dos piedras de toque: la información y la apertura, la lucha contra la alianza entre el oscurantismo y el enclaustramiento. Cada paso dado en tal combate, por pequeño que fuese, era una victoria, un signo afirmativo particularmente posible en el campo de las artes plásticas. Así se produjo, en especial desde 1956, la bien conocida instalación de nuestro arte en la palestra internacional, incluyendo sus condicionamientos mercadológicos. Lo cual se sumó a otros indicios demostrativos de que los perdedores eran los ganadores. Pero en esa victoria -aparentemente ratificada por el acceso de la democracia- había una ausencia clamorosa. Faltaba la comparecencia de aquellos triunfadores desaparecidos, frustrados, inmolados o simplemente hundidos entre el fracaso y la impotencia, los que compusieron el dramático abanico de los sacrificados, los anónimos y omitidos. ¿Quién puede discutir la justeza y necesidad de retornarles el honor y la presencia?
Más controvertible puede ser el aleccionamiento de este homenaje a las víctimas del franquismo, pues el elogio sin reservas, para ser realmente válido, ha de ir unido a una reflexión. ¿Qué significado tiene la caudalosa respuesta dada a la convocatoria de este tributo? Pienso que la pregunta es pertinente, pues aparte de la obvia y visible rehabilitación podemos descubrir atisbos de una disconformidad cada vez menos difusa. Ahí tenemos un testimonio comprometido aportado por la cultura artística. Se han asumido connotaciones ideológicas, precisamente cuando el orbe artístico se halla más claramente incorporado al proceso de desideologización dominante en nuestro entorno. Como afirmaba Susan Sontag en el posfacio para la edición española de Estilos radicales (1985), no se puede "aceptar el descrédito en que ha caído la política de la conciencia, acompañado por la reafirmación del status quo".
¿Y qué es lo establecido? En lo político, el pragmatismo. En lo económico, la escueta filosofía del beneficio. En lo industrial, la reconversión indiferente al desempleo que genera. En lo tecnológico, la revolución posindustrialista, informática, pórtico de la civilización del ocio (que es como algunos llaman al paro y a la acentuación de toda clase de desigualdades). En lo artístico, el menosprecio por cuanto significa experimentación, proyecto, intencionalidad transformadora,
¿Qué puede hacer el presente con su propio destino y, en este caso, con las cenizas de los muertos? Rendimos un homenaje, pero si en verdad nos ha contaminado el virus del conformismo, solamente estaremos buscando una coartada, un lenitivo a la mala conciencia. No habremos encontrado sitio para nuestra desarraigada atemporalidad.
Desde tal óptica estoy por decir que el homenaje a las víctimas del franquismo tiene algo de transgresión o extravagancia por cuanto se opone, en el fondo, a los tópicos imperantes, desde el menosprecio de las ideologías hasta la sumisa aceptación de los esquemas tecnocráticos y pragmáticos propios de la sociedad posindustrial, la misma que ha originado ese difuso y a la vez eficiente estado de espíritu al que se viene dando el nombre de posmodernidad, correlato y consecuencia del posindustrialismo.
El arte -salvo casos como el que estamos comentando- se siente cómodamente integrado en la marcha hacia el precipicio; su principal problema, reconozcámoslo, se ciñe a los vaivenes y reglas del mercado hasta que algún día reconozca su condición de víctima y, por consiguiente, de triunfador. Y los otros agentes -la crítica entre ellos- se dedican a glosas intranscendentes sobre objetos inoperantes. De ahí lo raro e incómodo de una manifestación amparada por algo verdaderamente serio, algo perteneciente a los crecientes augurios de un rechazo de las esclavitudes conformistas que, quizá confortablemente, viven sin ayer y sin mañana, sin memoria y sin utopía. Tomemos nota: puede que se acerque la hora de las víctimas a través de una drástica radicalización de la esperanza.
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