Un futuro para el libro
El autor de El nombre de la rosa, una de las novelas más vendidas de la historia de la literatura contemporánea, sigue inquebrantable en su fe en el porvenir del libro, y así lo declaró en Francfort, cuya última feria editorial inauguró. Lo reitera en este artículo, que parte de una reciente intervención suya en Amsterdam.
Hace dos semanas se desarrolló en Amsterdam un congreso sobre los libros y el alfabetismo. Participaba el Gobierno holandés, la Comunidad Europea y editores y educadores de varios países. Se estudió cómo fomentar las traducciones, cómo defender el libro del impacto de los mass media electrónicos, y se discutieron problemas de mercado (recientemente se ha creado una asociación europea de editores para pedir que dentro del Mercado Común los libros no estén sujetos al IVA).Me pidieron que hiciera un informe introductorio, y pensé que probablemente todos esperaban, espasmódicamente, una acalorada denuncia de nuestra cultura, en la que la imagen ha destruido la escritura. Por tanto, era mi deber recordar que se trata de una idea casquivana que debió ocurrírsele a algún intelectual cuyos hijos se idiotizaban (pero por razones genéticas) todo el día ante el televisor. Estadísticamente hablando, con el surgimiento de la llamada cultura de la visión ha crecido la cantidad de papel impreso. No hay que divagar mucho, ahora la gente lee más que en los años cincuenta, y no hay que preguntarse qué es lo que lee, porque en cuestiones de alfabetización de masas el primer paso es leer, y el discurso sobre la calidad viene después. Por último, y esto también es un dato, la generación que está creciendo con los ordenadores se acostumbra a leer en la pantalla palabras y no a ver imágenes, y para programar hay que aprender a seguir recorridos lógicos y lineales típicos de la cultura alfabética. Hemos vuelto a la galaxia Gutenberg.
Haciendo un esfuerzo de optimismo, se podría pensar que el ordenador despierta necesidades intelectuales que luego no es capaz de satisfacer por sí solo. Podría producir una generación que se alfabetiza electrónicamente y que después siente la necesidad de continuar la relación con la lectura, de una forma más relajada e interiorizada, cogiendo un libro entre las manos. Para aprender a ver la televisión no hacen falta libros, pero para aprender a manejar un ordenador es necesario leer manuales. Reflexionemos sobre este hecho.
Dicho esto, hice una reflexión más pesimista, y me pareció justo decir que la auténtica amenaza que la cultura del libro debe temer proviene del libro mismo. Ante todo, la tragedia de la cantidad: muchos libros significan muchas ideas, pero demasiados libros confunden las ideas, porque ya no se sabe dónde y cómo elegir. Por razones económicas, el librero (y ahora ya también el editor) elimina unos para hacer sitio a otros, y no es que en esta destrucción sobrevivan necesariamente los mejores.
Segunda amenaza: las distintas tecnologías de la escritura se desgarran mutuamente. La industria de las fotocopiadoras permite hacer copias de libros (y, por tanto, leerlos) a bajo precio, pero esto pone en crisis a los editores que, al límite, establecen precios prohibitivos para determinados libros científicos que seguramente serán fotocopiados por todo el mundo y comprados sólo por las bibliotecas. Además, la facilidad para fotocopiar induce a utilizar las bibliotecas no ya como lugar de lectura (y anotación), sino como territorio de saqueo, del que se vuelve a casa con la tranquilidad de la cantidad de material recogido. Con tanta tranquilidad que normalmente se termina por no leer las fotocopias.
Así, por avidez, se da muerte a tantos árboles inútilmente. Pero los árboles se vengan y de una forma de la que ya he hablado con anterioridad: los libros que se hacen con madera (y no con estraza) se deshacen en 60 o 70 años. Ya se discutió el hecho de que todas las formas de evitar este inconveniente (medios químicos, microfilmes, republicaciones constantes) implican una selección, y nada asegura que dicha selección sea justa.
Última amenaza. El Tercer Mundo está superando el analfabetismo, pero ello no significa que pueda permitirse demasiados libros. Los libros, en el Tercer Mundo, se regalarán. ¿Quién los regalará? Quien tenga dinero para hacerlo. La editorial Mondadori ha vuelto a publicar estos días, en una edición actualizada, El Dios de América, de Furio Colombo, de la que emerge una imagen preocupante de terribles congregaciones fundamentalistas norteamericanas que parten a la conquista de América Latina. ¿Qué libros leerán los niños de la sabana? Aunque los libros los eligiera el Soviet Supremo, el Opus Dei o yo mismo, las cosas no irían mejor. Por lo menos hasta que todos proporcionen ayudas y la pluralidad de filtros no reduzca el riesgo de monopolios ideológicos.
Babelia
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