La ruptura de las bases
EN LOS próximos días, el Gobierno español comunicará al de Estados Unidos que no desea la prórroga automática del convenio militar bilateral que expira en mayo del año próximo. Así fue confirmado ayer tras concluir sin acuerdo la séptima ronda de negociaciones sobre la reducción de la presencia militar norteamericana en territorio español. Los negociadores intentaron restar dramatismo al desacuerdo, adelantando que las negociaciones se reanudarán el próximo mes. De hecho, el plazo de seis meses que ahora se abre es suficiente como para esperar una renovación del convenio que evite la ruptura. Pero incluso si tampoco en mayo se hubiera logrado un acuerdo satisfactorio para las partes, los norteamericanos dispondrían de un plazo adicional de un año para retirar sus efectivos. Sería complicado, pero en teoría no puede excluirse que una prolongación de las negociaciones, más o menos reservadas, a lo largo de ese plazo adicional permitiera el acuerdo antes de la fecha tope de mayo de 1989. Para entonces habrá un nuevo presidente en EE UU, y en España se entrará en el último año de la actual legislatura, caracterizada por la existencia de una mayoría absoluta de los socialistas.Puesto que el problema de las bases es eminentemente político, cosa que los negociadores estadounidenses parecen no comprender, no está de más que la cuestión sea contemplada en ese preciso marco. La renegociación global del actual acuerdo bilateral, resultado de la prolongación del suscrito en 1953 por Franco, era obligada, con o sin contencioso de las bases. Ese acuerdo era claramente leonino, y sólo la situación de aislamiento internacional del régimen franquista explica que el Gobierno de un país soberano aceptase, por ejemplo, la instalación de una base militar destinada a acoger cazabombarderos nucleares a las puertas de una ciudad con varios millones de habitantes. Los españoles han percibido siempre la presencia militar estadounidense como una imposición.
Esa circunstancia permitió al Gobierno de Felipe González invertir la relación entre partidarios y detractores de la integración de la Alianza Atlántica mediante el artificio de relacionar esa integración con la retirada de las tropas estadounidenses. Si se quiere, era una condición arbitraria, en el sentido de que no existía una contradicción sustancial entre una cosa y otra. Pero en la práctica era la única garantía de mantenimiento de la integración en la OTAN. Era además sustancial para asentar en bases sólidas -nada menos que un referéndum popular- el consenso nacional sobre política exterior tras décadas de aislamiento internacional. La Administración de Reagan, como las de los demás países aliados, fue informada de cuál era el precio. El planteamiento fue genéricamente aceptado, con mayores o menores reticencias, dado que era irrebatible que la aportación a la defensa occidental que suponía la integración en la OTAN era cualitativamente superior a lo que suponían las bases.
Al plantear la retirada de los F-16 de Torrejón como concreción del referéndum, España planteaba algo que era una exigencia ampliamente respaldada por la opinión pública nacional, y a la vez algo que consideraba asumible por sus interlocutores. De hecho se eligió, tal vez ingenuamente, la línea de menor resistencia.
Si la cuestión se plantea como una prueba de fuerza, lo de menos es lo razonable o no de la propuesta en discusión. En el plazo que ahora se abre, los norteamericanos tendrán ocasión de pensar si les conviene insistir en esa línea o tomar en consideración argumentos como los siguientes: que difícilmente habrá en los próximos años en España un Gobierno que se halle más dispuesto a llegar a un acuerdo realista; que cuanto más se prolongue la incertidumbre, mayor es el riesgo de que la oposición popular a las bases se convierta en reacciones simplemente antinorteamericanas; que estimular demagógicamente ese sentimiento puede ser electoralmente rentable; que nada perjudicaría tanto los intereses estadounidenses en otros países como una absurda dramatización del problema de las bases españolas. Porque en definitiva, un tratado de cooperación y amistad no es un trágala, sino el fruto de una voluntad de entendimiento que Washington, hoy por hoy, no practica.
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