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El viajero de la palabra

Vicente Molina Foix

La Academia sueca, que premió pronto a Beckett pero dejó pasar los días de Dinesen y Nabokov, reconoce ahora en Brodski no sólo al gran poeta, sino al desplazado, a la voz que dice su discurso desde la lejanía de la casa y la patria (según la terminología de Bloch) y en el trayecto y macla de las lenguas. Profundamente ruso por escuela y temperamento, como podía verse en su primera selección poética traducida al inglés en 1973, sólo un año después de su exilio norteamericano, los 15 transcurridos desde entonces han aireado el cuadro referencial de Brodski sin por ello perder su palabra poética la punta y el acento de su origen.En el verso inicial de su extenso poema de 1975-1976 A part of speech, el primero que Brodski se atrevió a traducirse él solo al inglés, el autor proclama: "Yo nací y crecí en los marjales bálticos", para después concluir con lo que tanto es una poética como una confesión de parte: "Lo que impide ser falso al corazón en esta región llana / es que no hay dónde esconderse y sí lugar de sobra para las visiones. / Sólo el ruido necesita el eco y teme su carencia". Más allá de la cándida demarcación geográfica, llama la atención en estos versos el tinte afirmativo, casi autocomplaciente, de una espiritualidad sin tapaderas que evoca a Anna Akhmatova y Mandelstam, los dos grandes poetas del silencio forzoso y la memoria ganada de las cosas, a los que Brodski constantemente ha vuelto en homenaje.

Pero el visionario de los grandes espacios, el que no acepta los refugios de la grandilocuencia, juega al escondite con las lenguas. Traducido y apreciado en los circuitos poéticos anglosajones cuando aún vivía, precariamente, preso, en la URS S, ya desde 1965 colaboró con sus selectos traductores occidentales, hasta que, establecido en Estados Unidos, se empezó, como hemos dicho, a traducir a sí mismo y ahora, desde 1977, escribe también directamente poesía en inglés. Pero otros sonidos, otros ecos, algunos muy remotos, le han llamado, en su deseo de retorcer la línea del poema con las mezclas del mundo (el redoble interrumpido de los tambores de una marcha fúnebre militar en su A la muerte de Zhukov, el tonillo del tango en 1867, su peculiar versión de las sextillas de pie quebrado de Jorge Manrique en Mérida). Leer al Brodski poeta de los últimos 10 años produce el efecto vertiginoso de encontrar la pureza telúrica y el cuño religioso de los modernos místicos rusos viajados -sin las depredaciones del turismo- por territorios de fantasía y paisajes verbales cosmopolitas.

Por eso es posible afirmar que en Brodski se encarna una figura definitiva del repertorio ¡cónico de la modernidad: el artista sin suelo firme, desnaturalizado, embarcado contra su voluntad o por la fuerza de su voluntad en el proyecto de hacer habitación con las palabras, fundando en torno a sí una naturaleza compuesta, artificial, en la que dan color y aroma plantaciones de muy variado clima.

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¿Estaba Brodski señalado para este destino aunque no hubiera intervenido la larga mano negra del KGB? Probablemente. Hay muchos escritores, de su país y de otros, de su tiempo y de tiempos pasados, que han vivido el exilio en zapatillas, si se me permite la expresión; hablándose a sí mismo y gritando a los suyos lejanos en el idioma aprendido desde la cuna. Solyenitsin, impermeable a las filtraciones maléficas del espíritu de Occidente, es un caso extremo de insularización e insonorización. Luis Cernuda, por mucho que se diga, otro no menos lamentable de ensimismamiento atávico.

Las botas de siete leguas han llevado lejos a Brodski desde los días en que tradujo con diccionario a John Donne. Y en el viaje emprendido desde la cerrazón obligatoria de su confinamiento físico y cultural, Brodski, el visitante asiduo de la vieja Akhmatova, última imagen viva de un santoral poético ruso exclaustrado, encontró interlocutores más mundanos. La figura de Eliot es, en este sentido, capital a la hora de calibrar dos de los rasgos más marcados del Nobel actual. Hay en él una corriente de ironía atormentada, a veces muy secreta, que, como en el Eliot de La tierra baldía, encuentra su salida en la utilización de los coloquialismos y el fuego cruzado de los monólogos interiores (Homenaje a Yalta, una de las obras maestras de Brodski, es destacado ejemplo).

Donne, Eliot, el viejo Auden, mentor y amigo del ruso en sus primeros años norteamericanos, no son nombres que un escritor elige casualmente. Brodski, que a veces retumba como un pope en la denuncia de la inmoralidad (como en el reciente episodio de su airada. negativa a figurar en un simposio al lado de Evtuchenko, a quien él considera un saltimbanqui de la primera oportunidad), sin duda aprendió de esos maestros que detrás de la coraza metafísica se esconde el esqueleto del humorista. La frecuencia de sus combinaciones juguetonas con rimas y estrofas peregrinas, pasadas de moda o populacheras es el otro recurso en el que puede verse la sombra eliotiana.

"Esta canción no es el alarido desesperado de la profunda angustia. / Es el viaje de vuelta de la especie hacia la, soledad. / Es, más exactamente, el primer grito del que ha perdido el habla" (todas las traducciones del inglés son mías). Estos versos de 15172, su poema sobre las obsesiones prematuras del envejecimiento, pueden leerse como expresión de una nostalgia en el momento crucial del cambio de país o como el anuncio de un nuevo itinerario. Dejado de la mano de sus prójimos, el poeta, fuera del ámbito primitivo de escucha, tendrá que recuperar -si no opta por el silencio- la voz en otros viajes. Olvidada la especie, le queda por delante la numerosa compañía. de todos los que viven y oyen la soledad del arte.

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