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Del federalismo y 'las esencias'

Allá por los años treinta, en los legendarios debates de las Constituyentes republicanas, Ortega y Gasset habló de "federalismo" y "autonomismo". "El autonomismo", dijo, "reconoce la soberanía del Estado y reclama poderes secundarios para descentralizar lo más posible funciones políticas y administrativas. En cambio, el federalismo no supone el Estado, sino que a veces aspira a crear un nuevo Estado con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que se retrograda y camina hacia su dispersión. Por de pronto, ya se admite una separación entre regiones ariscas y dóciles, otorgando así una prima al nacionalismo".En principio, los términos en que Ortega definió el problema siguen siendo válidos. Pero ahora se nos habla delfederalismo como de una técnica de profundización en el autonomismo reconocido por nuestro texto constitucional. Puede serlo para los incautos. Pero la realidad es que la conversión del Estado de las autonomías en un Estadofederal requeriría volver del revés la Constitución del consenso. Y lo que es peor: una vez removido el cimiento, se correría el riesgo de que no quedase, en breve tiempo, piedra que remover en el edificio que se entendió como ámbito de encuentro para todos los españoles. Y el encuentro se trocaría en confrontación. En confrontación violenta.

Siempre he admirado -desde que figuré en el tribunal universitario que concedió el cum laude a su brillante tesis sobre Catalanismo y revolución burguesa- la capacidad intelectual de Solé Tura, uno de los políticos más cuajados de las promociones democráticas catalanas a lo largo de nuestra transición. Su artículo, que abrió el fuego sobre el tema, desde las columnas de EL PAÍS -¿Un desarrollo federal del sistema de autonomías?, 29 de agosto de 1987-, presentaba las cosas con un ágil esquematismo, que parecía facilitar la trasvasación de términos (autonomismo-federalismo). En todo caso, arropaba esa trasvasación con una frase que me pareció inquietante: "La palabra federalismo es de aquellas que en seguida excitan el celo de muchos defensores de esencias Creo que toda discusión de este terna requiere, como condición previa, que dejemos la tentación de las esencias a un lado y que nos centremos en lo que de verdad es el núcleo de la cuestión".

Bien, digo yo: ¿qué se entiende por esencias? Cuando hablamos de lo esencial sabemos muy bien qué queremos decir; precisamente lo que sin incurrir en flagrante frivolidad no podemos dejar a un lado al abordar una cuestión, sea la que sea: el núcleo de la cuestión. Lo esencial -en el caso que nos ocupa- supone, por encima de todo, la salvaguarda de un patrimonio histórico, social, cultural, que seguimos identificando con España. Dejarlo a un lado puede ser el medio de que otras esencias, quizá no tan respetables, prevalezcan sobre el conjunto global de ese patrimonio común. En este sentido, la argumentación de Solé Tura me recuerda un poco aquello del crepúsculo de las ideologías, que no era sino exponente de una ideología definidísima.

La democracia española, que ha tirado por la ventana -y ha hecho bien- el arsenal de: tópicos en que desde el principio hasta el fin se apoyó el aparato propagandístico del franquismo, a veces ha dejado escapar en ese repudio, por exceso de precipitación, conceptos -ideas, valores- que no tenían nada de desdeñables, por mucho que las bastardease el viejo régimen; y por añadidura, lo ha hecho potenciando simultáneamente otras ideas, otros valores similares, sólo que de distinta talla o entidad histórica: así, los nacionalismos regionales, que arrancan del hecho de haber cubierto un tramo temporal en la reintegración de España, tras la fragmentación impuesta por la peculiaridad de la Reconquista cristiana, a raíz del descubrimiento de la Monarquía visigoda -primera plataforma estatal sobre el, viejo solar hispanorromano de la diócesis hispánica-. Resucitar esencias disgregadoras de la esencial unidad conseguida a lo largo de los últimos siglos es, exaetamente, como decía Ortega, un "proceso de retrogradación".

Me he pasado media vida tratando de introducir términos de racionalidad en la lamentable pugna entre la exaltación de ciertos españolistas y la rauxa de ciertos catalanistas. De la misma manera que he condenado el empeño de los primeros en confundir lo español con lo castellano, me ha indignado la tendencia de los segundos a diferenciar lo catalán de, lo español. Estoy cansado de oír decir: "Yo no soy español, soy catalán"; un disparate similar al que supondría esta otra frase: "Yo no soy europeo, soy español". Pues bien, mientras el Estado de las autonomías contribuye -o pretende contribuir- a afianzar la solidaridad entre partes diferenciadas, el Estado federal puede ser el pórtico abierto a una dispersión insolidaria e irremediable de las partes convertidas en pequeños todos. Una vez dado el primer paso bajo el enmascararniento de una supuesta "profundización en el desarrollo de las autonomías", ¿quién podría poner puertas al campo?

El mismo Ortega, lo advirtió, gravemente: con una fórmula federal a gusto de los totorresistas (los del "todo o nada") habríamos dejado plenamente satisfecha a una parcialidad catalana, "pero ipsofacto habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería de sí mismo con signo inverso, pero con una violencia, con una cuantía incalculablemente mayor; con una extensión y un impulso tales que probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante el régímen".

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