El contorno del idioma
Físicas o históricas, todas las realidades tienen contorno y dintorno; sutilmente meditó Ortega sobre este hecho. Mas no siempre es igual la demarcación entre el contorno y el dintorno; baste recordar la diferencia entre el duro perfil de cualquier figura del Mantegna y el suave sfumato de ciertas figuras de Leonardo. Distinción especialmente necesaria cuando, como ahora va a ser el caso, el contorno de que se trata es el de nuestro idioma.Las vicisitudes de nuestra historia han dado al área del español un contorno en sfumato con dos porciones netamente distintas entre sí. Una, la consecutiva al retroceso de nuestra vigencia política y cultural en el mundo: las minorías que junto a la frontera de un país hispanohablante o lejos de ella siguen usando la lengua de sus antepasados. Otra, la resultante del exilio, violento en ocasiones, voluntario en otras, a que se han visto obligados grupos de personas que en su origen tuvieron en el español su lengua materna. Masivamente incrementada por la corriente inmigratoria de los chicanos, una pequeña parte de los Estados norteamericanos del Sur -California, Nuevo México, Tejas-, a la que hay que agregar el formidable boom hispánico de Florida, constituye, con el reducido y declinante núcleo de los hispanohablantes de Filipinas, la primera de esas dos porciones de nuestro contorno idiomático. La población sefardí de Israel y el copioso y abigarrado mundo de los latinos de Nueva York dan cuerpo a la segunda.
Nunca he cultivado el patriotismo del panegírico. Estimando tanto como el que más lo que en nuestra historia ha sido egregio, siempre he practicado la razonada denuncia de lo que no hicimos y de lo que a mi juicio hicimos mal, y en todo momento he pensado que sin el dual ejercicio de la estimación y la denuncia jamás será posible que España llegue a ser lo que muchos queremos que sea. Pues bien: estimación y denuncia deben unirse ante esa doble realidad del contorno de nuestro idioma.
Estimación. Qué estupenda maravilla, la expansión del castellano desde el pequeño rincón en que comenzó a usarse hasta, hecho ya español, la pleamar que supone su llegada a las costas de California, a los llanos de Tejas y a las islas del Pacífico. Qué conmovedora fidelidad la de los sefardíes que en los puertos del Mediterráneo y hoy en Israel pagan con ella el éxodo que hace cinco siglos les impuso Sefarad. Qué perturbadora emoción la que en todo español bien nacido producen esos hispanos -puertorriqueños, cubanos, colombianos- que en los barrios pobres de Nueva York, los de West Side story, procuran compaginar el apego querencioso al idioma materno con el forzoso aprendizaje del idioma que les permite comer caliente.
Y junto a la estimación, la denuncia. Denuncia retrospectiva de la indiferencia con que durante casi dos siglos ha asistido España a la paulatina y creciente constitución de ese doble contorno. Denuncia actual -más aún: actualizada por el viaje de los reyes de España a las zonas meridionales y occidentales de Estados Unidos- de la nada o lo poquísimo que España hace para conservar lo mejor posible, y aun para potenciar, si a tanto llegan el ánimo y la inteligencia, el uso y el cultivo de nuestro idioma en los lugares a que llegó y hoy se encuentra amenazado.
Cumpliendo con jovial elegancia uno de sus más entrañables deberes históricos, nuestros reyes están llevando a esas tierras el recuerdo de que España existió -la España que llamó Los Ángeles, San Francisco y Sacramento a las ciudades que así siguen llamándose- y la noticia de que España sigue existiendo. Una ocasión de oro para que los españoles -gobernantes, profesores, escritores, industriales, financieros- nos preguntemos con seriedad y autoexigencia: ¿qué no hacemos y qué podemos hacer para que perviva y gane perfección el contorno de nuestro idioma? Ni sólo de pan vive el hombre ni sólo de pan y movidas debe vivir el español.
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