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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Con el documento en la boca

NO ESTÁN tan lejanos los días en los que el ciudadano, sometido a su condición de súbdito de la dictadura franquista, sabía que la existencia del documento de identidad -pomposamente denominado nacional- (DNI) respondía a la necesidad de enseñarlo sujeto con los dientes, no se fuera a caer y acabara uno en chirona. La necesidad de identificarse los ciudadanos ante la autoridad es una práctica absolutamente represiva y muy poco acorde con lo que todavía queda en nuestra civilización de derechos del individuo, respeto a la privacidad y otros cuantos valores democráticos, que exigen más bien que sea la autoridad quien se identifique ante el ciudadano. Pero ahora, la propuesta de inclusión en el citado documento del número de identificación fiscal (NIF) forma parte de medidas con las que Hacienda dice querer controlar más estrechamente los ingresos de los contribuyentes. He aquí una muestra de la dimensión económica, en cuanto sujeto de impuestos, que el ciudadano está adquiriendo para el Estado en las sociedades desarrolladas.Hasta no hace mucho, el Estado ponía su empeño en el control político del ciudadano mediante la proliferación de los cuerpos policiales y con medidas legislativas y administrativas, una de las cuales es la exigencia de un documento acreditativo de su identidad ante las autoridades públicas y sus agentes. Ahora estas cauciones se pretenden aumentar con una tupida red para el control fiscal del ciudadano, bajo el pretexto de unos porcentajes de fraude fiscal difícilmente aceptables en los países de nuestro entorno.

El Estado legitima este marcaje fiscal del ciudadano en la dimensión social de redistribución que los impuestos y su aplicación en el gasto público conllevan. No cabe la más mínima duda de que recaudar los mismos y diseñar el destino de ese dinero es una función primordial del Estado. Pero eso no quiere decir que éste se encuentre legitimado, en una democracia, para hacer cualquier cosa con arreglo a ese objetivo. El fin no justifica necesariamente los medios.

Algunas de las medidas puestas en pie en estos años por Hacienda nacieron con graves sospechas de ilegalidad. Esto mismo va a ocurrir con alguna de las ahora anunciadas. El Estado democrático, lo mismo que ocurre en otras parcelas de la actividad ciudadana, tampoco tiene en la fiscal facultades ¡limitadas, y en cualquier supuesto deben estar sometidas al control judicial. El Gobierno está obligado a demostrar que la obligación del ciudadano de tener un número de identificación fiscal, de que figure en su DNI y de que constituya el elemento identificador de sus cuentas bancarias, es un tributo inevitable en consonancia con la naturaleza recaudatoria del Estado moderno. La confidencialidad de la información fiscal se ve amenazada por esta medida. Y si la existencia del DNI obligatorio es en sí ya más que discutible, la acumulación en él de datos sobre el peligroso individuo / ciudadano que lo porta (defraudador, terrorista o desertor en potencia a todas luces) puede ir configurando nada sutilmente un empeño del Estado policial que lo peor que tiene es, además de su abusiva condición, su comprobada ineficacia: los documentos de identidad han servido en los últimos años para ser falsificados, y la policía sabe mucho de esto.

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Ello no tiene nada que ver con la necesidad de luchar contra el fraude fiscal, pero sí mucho con la de que esa lucha se haga en donde el fraude se comete. Ni un solo terrorista o delincuente desiste de cometer sus crímenes ante la existencia del DNI o del pasaporte; ningún defraudador dejará de serlo mediante la acumulación de requisitos administrativos de este género. Pero los derechos de los ciudadanos comunes, que además son contribuyentes honestos, se ven así sutil y peligrosamente recortados a manos de los burócratas. Es un derecho de los ciudadanos defenderse de los abusos de éstos, y es una obligación de la Administración pública utilizar otros elementos que no sean el terror psicológico y la amenaza gratuita para convencer -y no sólo obligar- a la gente de la necesidad de pagar los impuestos. La mejor distribución del gasto público -que merecerá estos días algunos comentarios con motivo del presupuesto- y la actuación eficaz de la inspección en las bolsas de fraude que todo el mundo conoce son algo menos espectacular quizá, pero más útil, desde luego, a esos efectos que la decisión de ficharnos a todos.

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