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Juan Cuéllar arma un alboroto

Albaserrada / Lucero, Serrano Cuéllar

Novillos del marqués de Albaserrada, bien presentados, encastados, nobles. Román Lucero: pinchazo y estocada (silencio); pinchazo hondo y dos descabellos (silencio). Roberto Serrano: tres pinchazos leves y dos descabellos (silencio); media baja (silencio). Juan Cuéllar: media perpendicular (oreja, insistente petición de otra y dos vueltas al ruedo); ocho pinchazos y descabello; la presidencia le perdonó un aviso (aplausos). Plaza de Las Ventas, 6 de septiembre.

Juan Cuéllar inició su primera faena de rodillas con pases por alto, redondos ligadísismos, el de pecho. Aquello fue un alboroto, el público en pie, o dando saltos, rompiéndose las manos de aplaudir. Y también los turistas, a muchos de los cuales les iba a dar algo. Unos creían que Juan Cuellar, tan pequeñito, se había querido suicidar; otros barruntaban que Rambo no sería capaz de tanto.

El pequeñín Juan Cuéllar era un héroe para la masa de turistas que había en Las Ventas -lo menos 10.000-; y para los aficionados, un torero en ciernes con el que a lo mejor hay que contar desde el mismo día de autos. Porque de rodillas armó la que armó, pero de pie el alboroto aún fue mayor y el estruendo se debió escuchar en Colmenar de Oreja, la patria chica del nuevo Rambo, en versión castellana.

No fue para menos: Juan Cuéllar embarcaba en redondo con temple y hondura, ligaba pases de pecho cerrando la embestida al hombro contrario, cuajaba naturales de rara perfección y belleza, adelante la pierna, mando absoluto en cada muletazo. Instrumentó, sin solución de continuidad, un circular en la suerte natural y otro en la contraria -dos en uno- convirtiendo el último tiempo en un pase de pecho belmontino. Faena justa, sólidamente construída, cabalmente acoplada a la boyante codicia del novillo; faena inspirada, con brotes de genialidad en la improvisación de las suertes, que cargó los tendidos de emotividad incontenible.

La afición se intercambiaba efusivos parabienes por la inesperada recuperación del arte de torear. Don Mariano no cenó el sofrito que le había preparado su santa esposa, pues con lo que vió en Las Ventas -y lo toreó después en la explanada ante un apretado corro de conmovidos espectadores- ya tenía bastante. El turismo no debió advertir tal cúmulo de perfecciones, pero las intuyó todas, y pedía las orejas con el igual vocerío y frenético agitar de pañuelos que la población nativa.

El toreo, en fin; un arte que subyuga a la sensibilidad universal, si se produce en su estricta autenticidad. Hindúes, japoneses, ingleses, italianos, norteamericanos, suramericanos, madrileños, dos de Bueu (Pontevedra) y una nutrida representación de la ciudadanía colmenareña, llegada con pancartas, se hermanaban por obra y gracia del arte de torear. El sueño de la ONU.

Al sexto novillo lo toreó Cuéllar valentón con la derecha y muy reunido en una sola tanda de naturales. Luego lo mató a la última, perdió por ello la oreja, y la ocasión sublime de salir a hombros por la puerta grande.

Casi fue todo, en la tarde. Pues si el arte de torear subyuga y hermana cuando se produce en su estricta autenticidad, cuando se produce desastrado ocasiona actitudes insolidarias, principalmente con sus artífices. Román Lucero y Roberto Serrano fueron incapaces de asentar su toreo, principalmente porque tampoco eran capaces de asentar las zapatillas en la arena.

La casta de los novillos desbordó sus intenciones de triunfo. Los Albaserrada no eran bravos, pero embestían con la seriedad que es propia del toro de lidia cuando mantiene pura su sangre primigenia, y esta severidad temperamental pone nerviosos a los toreros que no lo son de los pies a la cabeza. No fue el caso de Cuéllar, desde luego, torero desde que se hizo presente; torero en los quites por chicuelinas y por gaoneras, en los lances al delantal, en la brega; torero de valor y gusto con la muleta. El alboroto que armó ayer quizá sea sonoro pregón de una nueva figura que llama al solitario parnaso de la actual tauromaquia.

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