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Ebolución (con b)

Los diversos calificativos de los que se suele hoy echar mano a la hora de hacer mención del decenio de los años sesenta denotan mucha contradicción y también un claro reproche dirigido más que a lo que fueron esos años a lo que dejaron. Así, oímos hablar, con más frecuencia a medida que transcurre el tiempo, de los felices sesenta, de los burbujeantes sesenta, de los artificiosos sesenta, de los ilusor¡os sesenta, de los vacuos sesenta, de los esplendororos sesenta... La década de los sesenta no fue esplendorosa, ni feliz, ni dorada. Sin embargo, tuvo la virtud de parecerlo y de hacer creer a muchos, sobre todo a los jóvenes, que la vida en todas sus manifestaciones iba a cambiar. Hubo indicios, en su día, para pensar que podía ser así. Indicios que destellaron breve pero intensamente tanto en la vida política y social de la época como en la cultural y artística. En lo que respecta al ámbito político y social, los sesenta vivieron en los países occidentales un ¡afán de liberalización de las costumbres y de la moralidad a través de un izquierdismo, o mejor dicho, de un marxismo utópico liberalizador que alcanzó su punto álgido en el Mayo del 68 francés. De hecho, alcanzó entonces, en el mayo francés, su punto álgido y también su punto final. En el aspecto cultural y artístico, los sesenta se caracterizaron, entre otros aspectos, por un intento de proporcionar al arte un hedonismo y una libertad absolutos; por un intento de liberarlo de las consignas teóricas, marxistas y freudianas esencialmente, que lo constreñían; por un intento de integrar, en las distintas artes tradicionales, elementos y materiales considerados no artísticos y procedentes de los lenguajes de los mass media, con lo que se borraban los límites entre lo artístico y lo no artístico y se caracterizó por una voluntad de anular el contenido de la obra artística en favor de los valores formales e incluso materiales de la obra. Dicha voluntad de restar protagonismo al contenido de toda obra artística tenía que corresponderse con una corriente crítica que se manifestara contra su interpretación. Y así se tituló el volumen de ensayos de una de los máximos teóricos de la época: Contra la interpretación, de Susan Sontag, que escribía: "En lugar de una hermenéutica del arte necesitamos un erotismo del arte". Se trataba de una declaración que afectaba no sólo al ámbito de las artes, sino al de la existencia en su totalidad.Huelga decir que políticamente las propuestas de la década (un tanto fantasmagóricas y quiméricas las escenificadas en París; cruda y cruelmente posibles las planteadas en Praga) cayeron en el más hondo vacío, un vacío al que el golpe resultante de dicha caída arrancó un eco que, desde entonces, no ha dejado de oírse: el mundo, por el momento y de la mano de las ideologías, no va a cambiar. Las gentes de los sesenta, a su modo, lo intentaron. Pero ya a finales del decenio, John Lennon, uno de los mitos de la época, terminaba una especie de balance de su vida diciendo: "A partir de ahora todo será distinto. Todo será distinto porque el sueño ha terminado". Y, en efecto, así fue. El sueño terminó: de golpe en algunos terrenos (como el político), más despacio en otros (algunas manifestaciones artísticas, como el pop art, han ido coleando y transformándose) y muy lentamente en uno de los aspectos esenciales, determinantes, de aquella época: la moralidad.

De entre los aspectos positivos que acompañan el recuerdo del decenio de los sesenta destaca de modo especial aquel afán de liberalización de las costumbres y de la moralidad al que nos referíamos al principio. Un afán, un deseo que la juventud de entonces llevó a la práctica, al que la población adulta no tuvo'más remedio que acabar adaptándose, y al que, en el plano teórico, puso letra un marxismo utópico, liberalizador, anarquizante y remodelado tras el vapuleo sufrido por la fusión, en él, de las tres emes (Marx, Marcuse, Mao), tres formas de pensamiento que inspirarían el Mayo francés del 68, llamado también la revolución de las tres emes y la rebelión de la abundancia. Social e individualmente, la moralidad de las gentes sí vivió una transformación que logró destrabar las costumbres de entonces. Las rebeliones estudiantiles, las reivindicaciones de los movimientos feministas y gays, la formación de núcleos sociales marginales a la familia como fueron las comunas, las prédicas sobre libertad sexual y su puesta en práctica, etcétera, fueron algunos de los factores que promovieron aquel intento de cambiar la vida. Fue un cambio fugaz, pero real, al que ha sucedido un evidente retroceso, un regreso a la moral anterior a la de los años sesenta.

Seguramente ambos fenómenos, tanto la exuberante liberalidad de hace 20 años como la posterior y actual gazmoñería espiritual, son obra, aunque sólo en parte, de varios factores sociales y económicos que un sociólogo expondría con indudable mejor tino. Sin embargo, resulta a todas luces evidente que la crisis económica de los últimos tiempos no es en absoluto ajena a esta regresión moral en lo tocante a la libertad de costumbres y de comportamiento sociales. Los jóvenes de los sesenta manifestaron un contundente rechazo hacia el entorno de sus mayores cumpliendo con una ley universal, casi natural al ser humano, según la cual la repulsa hacia el mundo paterno es sinónimo de juventud. Pero además de entablar esa lucha contra unos valores que consideraban caducos para trocarlos por los que juzgaban acordes con su deseo de libertad, lograron ejercer parte de dicha libertad. Y pudieron hacerlo porque en aquel entonces los jóvenes podían pagarse esa parcela de libertad; podían pagársela con su trabajo o con el de sus padres. La juventud actual, en cambio, o está en paro o está sujeta al duro aprendizaje de una nueva disciplina añadida hoy a las que conforman cualquier programa de estudios superiores: la competitividad. Pocos son, en estos tiempos, los jóvenes que abandonan el hogar paterno como símbolo de un orden viejo que quieren dejar atrás. Por un lado, lo impide la falta de recursos económicos; por otro, quizá esa juventud no siente la necesidad de desprenderse de las ataduras que los ligan a unos padres que sin haber logrado sustituir por otros los valores establecidos que desmitificaron hace 20 años, han estado incapacitados para imponer un nuevo modelo de vida contra el que sus hijos necesitaran rebelarse.

Sin embargo, los protagonistas de esta regresión moral no son los jóvenes de hoy, sino sus padres, que andan actualmente alrededor de los 40 y 45 años. Más concretamente, esa parte de lac iudadanía compuesta por cuarentones o cincuetones con título universitario, ex militantes o simpatizantes de una izquierda amplia, variada, que ofrecía todos los tonos posibles de la legalidad, y que hoy en día defienden las excelencias de los sistemas democráticos occidentales (no como única solución viable para que esta pobre humanidad nuestra pueda llegar a final del siglo, sino con verdadero ardor); creen que Europa es el paraíso; contraen segundos matrimonios o legalizan una unión, inicialmente libre manifestándose abiertamente a favor de la revalorización de la familia actualmente en boga; han sustituido la creencia en dogmas ¡ideológicos por una fe ciega en el diseño, la moda, el estilismo y la fotografía; educan a sus hijos en colegios de los jesuitas para que se ejerciten en las durezas de la competitividad que les aguarda; padecen alguna dolencia de carácter psicosomático tal vez indicativa de algún secreto fallo de su horneostasis, pero siempre atribuida al estrés inevitable con el que hay que pagar la ascensión hacia el triunfo social y laboral, y desde que ha estallado el pánico SIDA defienden la fidelidad en el matrimonio (dicen pareja) como fórmula ideal para llevar un tipo de vida lo suficientemente sosegado como para no desperdiciar las energías necesarias; para conseguir alcanzar las progresivas metas establecidas en sus brillantes, carreras profesionales que desean llevar a la práctica con auténtica creatividad. Para abreviar: las elites juveniles de los sesenta son hoy verdaderos yuppies de espíritu, sea cual fuere el trabajo que realizan y el cargo que desempeñan, convencidos de que el desencanto de las ideologías los ha hecho así y de que no ha habido un cambio radical en su modo de pensar, sine, una evolución.

Esta evolución nos remite al recuerdo de otra ebolución (escrita con be). Se trata del recuerdo de una fotografia vista, hace años, en el dormitorio de una joven. Era la fotografía de un apuesto muchacho, su prometido, y colgaba de la pared mostrando al mundo la siguiente dedicatoria: "Para Elena, testigo de mi constante ebolución". Sí, leí bien: ebolución, con be.

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