Hipocresía, desinformacion y miedo
HERNÁN ALONSO ZAPATA
La situación que se viene presentando en distintos ámbitos de la sociedad moderna a raíz de la irrupción del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, el tenebroso SIDA, reviste características alarmantes. Pero la alarma que de por sí produce la posibilidad de contagio está siendo superada con creces por esa otra alarma que se origina en la histeria colectiva, fomentada por sectores sociales que ven en esta circunstancia la ocasión de reivindicar mejoras salariales y profesionales de diversa índole. Actitud, por otro lado, completamente válida e incluso plausible desde el punto de vista de los trabajadores que aspiran a esas reivindicaciones, de los líderes gremiales que capitanean sus organizaciones y aprovechan coyunturas como la aludida con un gran sentido de la oportunidad y de su trabajo sindical.Todo eso está muy bien, y no habría nada que objetar si en algunas áreas laborales, como prisiones, no se estuviera utilizando la impotente y de por sí angustiosa situación del preso como amenazadora carga explosiva contra el estamento oficial al que van dirigidas las reclamaciones corporativistas.
La nueva y grotesca imagen del funcionario de prisiones provisto de guantes de plástico para descorrer el cerrojo de las celdas, "como precaución contra el SIDA", no deja de ser una exaltación de la ignorancia y la hipocondría, aparte de constituir una visión inquietante para los internos, quienes por no tener un acceso suficiente a la información, pueden llegar a creer que el SIDA, como Dios, está en todas partes. Algo similar habría que decir de los jueces, los funcionados de los juzgados y el personal asistencial de los hospitales penitenciarios que se consideran en "grave peligro" por el hecho de tener un trato habitual con los presos.
Que sepamos, no es frecuente que estos respetables trabajadores del Estado escojan sus parejas sexuales entre los internos de las prisiones, y menos aún que lleguen a pincharse con la misma aguja que lo hacen éstos, lo que constituirían las dos posibilidades reales de contagio. Entonces, ¿a qué tanto alboroto?
Con todo lo que se ha dicho y se dice del SIDA, al negar que la pretendida segregación en las prisiones de las personas portadoras del virus y la implementación de todo tipo de medidas, por absurdas e inútiles que fuesen -guantes, mascarillas, delantales, etcétera-, serían bien vistas y agradecidas por los internos, nos estaríamos exponiendo a ser anatematizados por el colectivo.
Histeria
Sin embargo no es menos cierto que los conceptos médicos más serios y objetivos descalifican, por infundada, la histeria producida por el fenómeno SIDA, que, como siempre sucede, hace perder de vista las justas y reales dimensiones del problema.
En circunstancias como las que vivimos, la estiginatización social de los enfermos, los intentos de segregación profiláctica y las delirantes campañas gremialistas que estimulan el pánico entrañan un inmenso peligro para los derechos humanos de los afectados.
Ante un problema que se proyecta hacia el futuro, creemos que el aprendizaje de la convivencia debe comenzar ahora mismo, y que la mejor forma no es, no puede ser, la desinformación interesada impulsada por algunos sectores sociales ni las actitudes extremistas que caracterizan el momento actual.
El síndrome de inmunodeficiencia adquirida no llega a la persona a través de los alimentos o los objetos de uso común que pudieran utilizar los portadores de anticuerpos, a no ser que se tenga la fea y extraña costumbre de utilizar colectivamente los cepillos de dientes y demás artículos de uso íntimo.
Para contagiarse de SIDA se requieren circunstancias muy específicas, que se traducen en un condicionante único, exclusivo: que la sangre entre en contacto directamente con el virus a través de una herida.
El problema del SIDA en las prisiones no revestiría las dramáticas características que actualmente se le atribuyen si se despojara de hipocresía y moralina la adopción de medidas audaces y efectivas que reclama la situación planteada. Así, el reglamento no prevé la existencia de la sodomía y la drogadicción, sobre todo de esta última, respecto a la cual continúa sin hacerse absolutamente nada, aparte de la represión de siempre, siendo éste el origen fundamental de la propagación en las cárceles de la enfermedad temida.
La solución, o, al menos, la respuesta correcta y eficaz a la propagación del virus mortal, pasa por coordenadas ajenas a prejuicios y escrúpulos que tienen más que ver con el temor al qué dirán de anacrónicos mojigatos que con la voluntad real y decidida de poner un freno a la expansión de un mal en lo que constituye su más localizado hábitat y caldo de cultivo: las prisiones y los presos.
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