La mística de Bruckner
Después del triunfo logrado con Prokofiev y Chaikovski en el primero de los tres conciertos ofrecidos en Santander, Zubin Mehta y la Filarmónica israelí tenían su más difícil capítulo en el segundo programa -ofrecido el pasado miércoles-, enteramente consagrado a la Octava Sinfonía en do menor, de Anton Bruckner. Se trató de una noche ceremonial, casi litúrgica, dedicada a uno de los más altos creadores posrrománticos, un descendiente verdadero -como decía Furtwängler- de los místicos alemanes como Böhm o Ackhart.
El Bruckner de la Octava Sinfonía, síntesis por elevación del organista, el músico religioso y el fiel heredero del sinfonismo becthoveniano y shubertiano, tardó y aún tarda en imponerse: un día por la injusticia de las apasionadas polémicas; posteriormente, por la competencia del más accesible Mahler, que desde la juventud se proclamaba su alumno.
A la puerta de nuestro tiempo, la obra bruckneriana se alzó como una inmensa catedral construida para todos los tiempos en la que el espacio místico se hace omnipresente gracias al impulso de un juego formidable de tensiones.
Música noble allí donde las haya a la que jamás es necesario perdonar los pecadillos voluntarios de vulgaridad en los que, con asombrosa inteligencia, cayó el legendario Mahler; mundo completo, clausurado en sus extensas formas y abierto a todas desde un pensamiento y un sentimiento sencillo, solitario y solidario. Antes que las mahlerianas "estructuras de la desolación", las brucknerianas "estructuras de la soledad" no se entregan, así como así, a los conductores, "sino a los músicos fecundos y trascendentes".
Narrar o tensar
Una cosa es narrar y otra tensar, y Zubin Mehta ha demostrado su capacidad para lo uno y para lo otro, aunque la categoría de su triunfo cobra talante definitorio en este Bruckner de los años maduros previo al del Salmo 150 y la Sinfonía para el buen Dios. Toda la obra fue construida, cincelada en sus mejores detalles por Mehta y sus Filarmónicos, pero desde la larga solemnidad del adagio, maestro y orquesta dieron la gran lección del idealismo humanista, antes y después del cual no cabe más actitud que la meditación. Cuando el lirismo de Bruckner discurre moroso por el gran conjunto orquestal, encaja y desarrolla las melodías, conduce o diversifica los valores instrumentales, hace de las pausas y silencios música efectiva, sólo un director músico, tan cálido, imaginativo y fiel como Mehta puede remontar las alturas propuestas y alcanzadas por el compositor.
Sin peroratas pretenciosas y sin trampa literaria, Bruckner hizo la más elevada filosofía musical que conoce la historia de la música sinfónica. Junto a ella, hasta los felices hallazgos de los más o menos contemporáneos se tornan un tanto banales. Ante la versión de Mehta, la gran conmoción, después de estallar en aplausos, la guardamos en nosotros como gran riqueza perdurable.
Babelia
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