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Tribuna
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Mi segundo y perpetuo exilio

Ariel Dorfman

Siempre soñé que mi exilio sería transitorio.Podría durar un año, cinco, quizá 20, pero algún día mi exilio pasaría como una mala memoria. En mi caso fueron 10, y en 1983 se me permitió volver a Chile. Durante cada hora de esos años interminables, empecinadamente, en contra de los demonios de la ausencia, mirando a mis hijos crecer hacia un idioma que no era el nuestro, sintiendo cómo se me hacía humo el país, en la nostalgia, durante 10 años lo único que jamás dejé de soñar era la certeza de que todo eso era una aberración, que todo esto era un paréntesis. Lo normal era, lo central tenía que ser lo otro: despertar en las mañanas de Chile y reconocer la luz que me despertaba entre mi gente. Así que vendría un día, tenía que venir, en que iba a volver a mi tierra, y, con la frontera feroz y mucho más a mis espaldas, me murmuraría con alivio que las noches de extrañeza en un país también extraño habían terminado.

Al desterrarme por segunda vez, la dictadura chilena ha borrado ese sueño: mi retorno, el nuestro, no era definitivo, porque desafortunadamente no se trata tan sólo de un abuso más en contra de una persona más. El decreto -para colmo secreto- por el cual se me niega el ingreso a mi país afecta en realidad a todos los demás retornados, los que han estado volviendo a Chile de a gotas, a veces con gran sacrificio, los últimos cuatro años. Y más allá de ellos ese decreto amenaza potencialmente a todos los habitantes de Chile. Nuestro retorno ya no es, y nunca fue, irreversible, era condicional y sujeto a buena conducta. Como un preso al que sueltan antes de que cumpla su condena. Y ahora sabemos, o tal vez confirmamos, que la condena era perpetua.

El Ministerio del Interior de mi país me ha señalado que levante una solicitud para que se me permita entrar de nuevo a Chile.

No voy a firmarle ni media solicitud.

Antes que nada, porque el derecho a vivir en mi patria me pertenece por mí condición humana, por el mero hecho de haber nacido en este planeta como miembro de esta especie. No es algo que un Gobierno -ni éste ni ningún otro- pueda sustraerme.

Las autoridades, respaldadas por su monopolio de la brutalidad, tendrán por ahora la fuerza para negarme ese derecho humano inalienable. Lo que no tienen es la fuerza para que yo les ofrezca y reconozca ese derecho; pero hay otra razón por la que no quiero firmar una solicitud.

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No estoy dispuesto a vivir el resto de mi vida sujeto a los caprichos del Gobierno, haciendo solicitudes para respirar o cantar o amar o sonreír. Puesto que el día de mañana, si al Gobierno de nuevo no le gusta lo que yo escribo o cómo hablo en la televisión extranjera o mis opiniones sobre la deuda externa o -¿por qué no?- sobre El Proceso de Kafka, se me puede volver a desterrar, y entonces se me volverá a pedir otra solicitud, y, en el caso improbable de que se me conceda de nuevo el retorno por tercera vez, nada les impide recomenzar otra vez más este proceso infernal de sometimiento y arbitrariedad.

Por último, no voy a rogarle a este Gobierno que me deje entrar a Chile porque creo que un Gobierno sólo es legítimo si ejerce el poder que un pueblo soberano le ha concedido. Si se extralimita en ese poder o si ese poder no nace de un acto limpio, libre y constante de la voluntad de ese pueblo, ese Gobierno pasa a ser una tiranía.

Y frente a la tiranía, lo único que jamás podemos entregar es nuestra dignidad.

La dictadura no me deja volver, por segunda vez, a mi propio país.

Que se entienda bien.

Corno chileno, como escritor, como ser humano, anuncio con toda la pequeña fuerza que me queda que no voy a permitir que la dictadura determine qué hago con mi voz.

Buenos Aires, 7 de agosto de 1987.

Ariel Dorfman es escritor chileno, autor de 17 obras de ensayo y narrativa, entre ellas Viudas y Para leer al Pato Donald.

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