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El fallo del Tribunal Supremo

El presente artículo, firmado por siete rectores de universidades situadas en comunidades autónomas con lenguas distintas al castellano, discrepa del reciente fallo del Tribunal Supremo que ha establecido el derecho de los estudiantes de estas universidades a que se impartan las clases en castellano.

Muy recientemente, el Tribunal Supremo ha fallado en relación con el recurso presentado por la universidad de Valencia contra la sentencia de la Sala Segunda de la Audiencia Territorial de Valencia sobre el uso del valenciano en la enseñanza en dicha universidad. En su día, la Audiencia Territorial anuló un acuerdo de la junta de gobierno que regulaba dicha docencia y ahora, en su fallo, el Tribunal Supremo desestima esencialmente el recurso presentado y confirma el emitido por la Audiencia Territorial.Es obvio que, en un Estado de derecho, como es nuestro caso, las sentencias judiciales deben ser acatadas lealmente, pero no es menos cierto que los ciudadanos pueden discrepar pública y respetuosamente de las mismas y razonar el cómo y el porqué de estas discrepancias. Cabe decir que nuestra mera condición de rectores de universidades con lengua propia no nos califica especialmente para juzgar sobre cuestiones jurídicas, pero esperamos que, en tanto que tales, se nos considere habilitados para pronunciarnos sobre la mejor manera de proceder en la potenciación del uso de dichas lenguas propias en las universidades respectivas, dentro del respeto a la totalidad de las diferentes lenguas oficiales en el conjunto del Estado y de sus comunidades autónomas.

Mucho nos tememos que gran parte de las actitudes públicas y privadas, que en la práctica coartan el uso de nuestras lenguas cooficiales en los diversos niveles de la enseñanza, parten de una concepción ideológica y no jurídica en la que el derecho individual a la enseñan a, recogido como un derecho fundamental del ciudadano en el artículo 27 de la Constitución, es concebido, quizá inconscientemente, como un derecho absoluto, esto es, sin que quepa para él la más mínima limitación como consecuencia de imperativos materiales ineludibles o de derechos de terceros. En relación con estas actitudes veamos lo que puede ocurrir y lo que ocurre en la práctica docente de aquellas universidades ubicadas en comunidades autónomas que poseen lengua propia.

Puede ocurrir que determinado profesor, habida cuenta de que el catalán, euskera y gallego son lenguas cooficiales en las respectivas comunidades, imparta sus clases en alguna de estas lenguas, y puede ocurrir que alguno de sus estudiantes, bien por provenir de otros territorios del Estado, bien por otras circunstancias, no entienda dicha lengua o la entienda con dificultad. A partir de este momento, el derecho individual de dicho estudiante a recibir enseñanza en castellano choca contra los siguientes derechos: a) el derecho colectivo de esa comunidad a potenciar el uso de su lengua propia, de acuerdo con el artículo 3 de la Constitución, que declara que dicha lengua será objeto de especial respeto y protección; b) el derecho del profesor a expresarse libremente en cualquiera de las dos lenguas oficiales de esa comunidad.

Derecho prominente

Considerar entonces que, cualesquiera que sean las circunstancias, el mencionado derecho del estudiante debe imponerse, sin ninguna restricción, sobre los otros dos derechos enunciados nos parece particularmente indefendible. En efecto, ¿cuáles pueden ser esas circunstancias a las que nos referirnos? Las siguientes, como mínimo:

-Puede ocurrir que en esa misma clase haya o no una mayoría que desee recibir sus clases en la lengua propia y, con ello, puede ocurrir, en particular, que haya una mayoría abrumadora que tenga dicho deseo, supuesto este último nada irreal en muchos casos concretos. Hay que recordar que el artículo 14 de la Constitución española establece, también como derecho fundamental, que nadie será discriminado, en razón de circunstancias personales o sociales, y este precepto, si se entiende que cubre los usos lingüísticos, ha de funcionar indistintamente para el castellano como para las otras lenguas propias.

-Puede ocurrir que nuestro hipotético estudiante, que reclama enseñanza en castellano, acabe de llegar de otra comunidad, con lo que, si no median especiales circunstancias, desconocerá la lengua propia de la comunidad que lo acoge, o bien puede ocurrir, al contrario, que resida desde hace largos años en la misma sin que jamás haya hecho ningún esfuerzo para aprovechar las facilidades que pueda haber puesto a su disposición el Gobierno autónomo correspondiente para alcanzar siquiera sea un conocimiento pasivo de esa lengua propia.

-Finalmente, es perfectamente concebible que, aun en el supuesto de que nuestro profesor continúe explicando sus clases regladas en la lengua propia de la comunidad y no en la del estudiante, existe aún un cúmulo posible de atenciones docentes, desde indicaciones bibliográficas hasta las horas de tutoría, que podrán en un grado u otro compensar las dificultades de comprensión lingüística, del mismo. Que este grado, pueda ser uno u otro no puede ser considerado irrelevante a la hora de tomar una decisión que armonice lo máximo posible los distintos derechos lingüísticos enfrentados.

Para mostrar a través de un ejemplo las contradicciones a las cuales se puede llegar cuando uno considera el derecho a recibir la enseñanza en una determinada lengua como insensible a cualquier limitación concebible, imaginemos un profesor universitario y sus alumnos, quienes han decidido unánimemente que las clases se impartirán en inglés, de manera que los estudiantes podrán así aprender, simultáneamente, el contenido de la asignatura y su particular jerga científica en dicha lengua, aspecto este último de gran interés hoy, como es bien sabido. Puesto que se supone la unanimidad de todos los implicados, no se ve que pudiera ser presentada objeción alguna de entidad a dicha hipotética manera de proceder. Cosa diferente sería si, aunque fuese uno solo de los estudiantes, alegara no poder seguir las explicaciones en inglés. Si, ahora, para que un profesor pueda explicar sus clases en gallego, euskera o catalán, se necesita que, al igual que en el caso de una lengua extranjera, absolutamente la totalidad de los estudiantes de la clase no manifiesten objeción alguna, sin más limitación ni circunstancia, ¿qué diferencia hay entonces entre una lengua extranjera, en este caso el inglés, y una lengua propia que, como se sabe, es oficial, junto con el castellano, en su correspondiente corriunidad? Verdaderamente, para un tal viaje no hacían falta alforjas. Para un tal viaje no hace falta un artículo 3 de la Constitución donde se declara que las diferentes lenguas propias serán cooficiales en sus comunidades y que todas ellas gozarán de especial respeto y protección. Pasa un tal viaje mejor andarse sin rodeos y decir lisa y llanamente que aquí, en el Estado español y en todas sus autonomías, no hay más lengua oficial que el castellano, y así al menos sabremos todos a qué atenemos.

Cómo ahondar el conflicto

A veces se ha pretendido que la solución al conflicto entre los diferentes derechos en el uso docente de las distintas lenguas que se hablan en el Estado español pasa por un desdoblamiento sistemático de todo tipo de enseñanzas en dos grupos: el primero, impartido en castellano, y el segundo, en la otra lengua. Puesto que en el momento actual el Estado no dispone de recursos suficientes para materializar dicho desdoblamiento, habría que limitar hasta el remoto futuro en que existieran los recursos (es decir, hasta nunca) el uso de las lenguas propias para dar satisfacción al derecho a recibir docencia en castellano, interpretado este derecho como ya se ha dicho, de una manera absoluta, es decir, sin que sea concebible para él ningún tipo de limitación.

Dando por supuesto que en el momento presente, en nuestras universidades, el desdoblamiento en grupos de aquellos cursos suficientemente masificados es en muchos casos una medida concreta para potenciar, sin discriminación, el uso de las lenguas propias en la Universidad, no podemos estar de acuerdo, en modo alguno, con el criterio discriminatorio contra las lenguas autonómicas que preside el razonamiento antes expuesto. Para empezar, las carencias presupuestarias limitan y limitarán, desgraciadamente, la plena asunción por el ciudadano de más de un derecho reconocido para él en los textos legales, pero que en el caso que nos ocupa, en todo lugar y momento donde aparezca un conflicto, dichas carencias deban traducirse en la consagración del uso docente del castellano frente al posible uso de las otras lenguas del Estado.

Hay y habrá siempre en el futuro suficientes carencias presupuestarias como para que semejante propuesta de desdoblamiento sistemático y total de las enseñanzas por razones língüísticas tenga que ser considerada, aun en aquellos casos en que pudiera ser bienintencionada, como una propuesta de despilfarro de los recursos públicos absolutamente condenable.

A nuestro parecer, no hay más que una salida para los conflictos que, en las comunidades con lengua propia, pueda suscitar la existencia de dos lenguas oficiales: que se reconozca a cada comunidad, en su territorio, la cooficialidad sin restricciones, incentivándose el uso de la lengua propia hasta que se consiga su normalización y en consecuencia que, en la docencia y fuera de la docencia, se deje a cada cual expresarse en la lengua oficial de su elección, de manera que cada ciudadano, en este terreno, conceda a los usos língüísticos de los demás el mismo respeto que recaba para los suyos propios, y sin que en ello quepan otras excepciones que las que se deriven del tratamiento transitorio que deberá aplicarse a los recién instalados en la comunidad autónoma o, en su caso, zona de la comunidad que se trate, a cuyos efectos las distintas administraciones deberán promover los cursos y la asistencia necesaria para que accedan gradualmente al conocimiento, al menos pasivo, de la lengua propia de la comunidad que los acoge.

Esta es, en nuestra opinión, la única actitud social compatible con la promoción de las lenguas del Estado español.

es rector de la universidad de Valencia. Firman, además, este artículo los rectores de las universidades de Santiago de Compostela, Baleares, Barcelona, Autónoma de Barcelona, Politécnica de Cataluña y País Vasco.

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