Una muñeca teclado
Ahí están, por cuatro perras gordas, al alcance de todos. Llegan en manadas y con todos los colores del arco iris. Se trasladan en carretilla o en maletín, y convierten a sus portadores en capitanes intrépidos del futuro. Se cuelan de rondón en nuestras vidas para hacemos sentir las aventuras del hechizo en la era del tedio. Son como cuerpos femeninos que proponen un desarrollo erótico novedoso para triangular la pareja estable. Son los nuevos Gadget del futuro, las grandezas del catecismo fin de siglo. Con ellos en la casa, la oficina o el taller, merece la pena vivir la trivialidad del presente.El vídeo y el ordenador, las calculadoras de todos los calibres y el lápiz electrónico, el microprocesador y las impresoras digitales, la computadora y la pantalla informática... son algunos de los nuevos ídolos pop de esta modemidad que, en su exquisito desorden, nos encanalla. Toda la sensibilidad posmoderna -si es que puede hablarse en estos términos de raciocinio, que uno ya tiene a estas alturas los cables muy cruzados- se condensa en estos poderosos Gadget, seductores en su endiablada sofisticación, que buscan planificar nuestro destino deteriorado por certezas imposibles.
Un absorbente conglomerado de máquinas glotonas, de ingeniosos y diminutos artilugios han invadido espectacularmente el escenario doméstico y profesional, contribuyendo a embrollar el espacio, ya de por sí complejo, del conocimiento humano. Mutación científico-técnica que en el último tramo del siglo está creando nuevas formas expresivas, y revoluciona, en consecuencia, este edificio que hemos dado en llamar comunicación, para que ni ustedes ni yo nos entendamos.
Lejos de mí entonar un quejido frente al orden eufórico de la actualidad. Líbrenme Dios y los japoneses de despedir la telemática con el Apocalipsis de san Juan y de censurar al personal el derecho a buscar en los tiempos del rock duro la pasión belicosa que perdieron en tiempos del bolero. Uno no discute los mil usos sociales del ordenador o la conversión de los ministerios en disneylandias para ejecutivos; ni puede ignorar la futura importancia de los robots para establecer el control de calidad de las lentejas envasadas, o los fines pedagógicos que pueda revestir el teclado digital para que en las futuras escuelas de pago los alumnos sepan quiénes eran los hunos y quiénes los otros.
Poco cabría objetar a este parque de atracciones contemporáneo, a esta panoplia que nos proponen las multinacionales del audiovisual, la electrónica y los sistemas de `defensa, de no ser por su propia naturaleza como proyecto iluminista. Lo que se plantea aquí no es la modernización industrial y tecnológica, la fortuna de los fabricantes de chips y el imperio del sol teclado, sino el espectáculo de la simulación que nos, proponen, el ritual mágico del Gadget en sí mismo y la relación promiscua que se establece entre el hombre-dígito y la máquina-fetiche.
Bastaría que nos dejaran movernos libremente en el caos de estos artilugios miniaturizados con la misma fruición con que nuestros antepasados tomaban los primitivos juguetes ópticos. Pero no. Lo que se busca es vendernos la idea de su necesidad como ideología de progreso, como necesarias máquinas de productividad, cerebros electrónicos para planificarnos la vida y las costumbres. Además de convertirnos en violadores del teclado y erotizarnos con la sabiduría del botón, nos venden su representación en forma de simulacro imprescindible. Se las saben todas estos condenados. Son capaces de hacernos comulgar con ruedas de molino y encima establecer un control sobre nuestros órganos digitales.
De modo que la idea moderna de la aventura se ha convertido en un mosaico de máquinas que nos eligen, de fetiches que nos capturan. Y que nos convocan a una relación cada vez más privatizada y menos compartida, tal como corresponde a la liturgia de una pareja erotizada por el autismo. Cuando el ardor de la entrepierna se sube al pulgar, ni el coito queda liberado de la presión de un programa.
Arquitectura privada
En la medida que todo Gadget es programable -amén de lo que supone como apropiación subjetiva del objeto-mueble-, confluye hacia una arquitectura privada, hacia un orden doméstico regido por vidiotas enamorados que viven de programar su propia programación. Si en la era del televisor éramos comodones, con la telemática en capítulos estamos volviéndonos commodores.
En la pulimentada y encerada fábrica hogareña o en la oficina, donde reina el mismo orden doméstico, el progreso impone una razón instrumental. Donde antes había electrodomésticos, ahora hay máquinas panópticas que brillan y rellenan cualquier lugar para goce y usufructo de toda la familia, de primera, segunda o tercera edad. Con adendas a favor del futuro, como puede ser la coloración del computer frente al blanco nieve del frigorífico, el hecho de que la lavadora no pueda entrar en el dormitorio y el PC sí, o que el Amstrad admita un florero y el microondas no. La revolución tecnológica vela también por la estética.
Y en ese recinto familiar, el personal se abandona a un banquete perpetuo con su Spectrum, su computadora, sus vídeos programables, su teclado para refrescar una gigantesca memoria de la nada, su receptáculo para programar por cable y por satélite, y sus niños practicando pasatiempos electrónicos con uno de esos doscientos títulos que las firmas del software tienen preparados para los aprendices militares, en lugar de joder con la pelota. En esta celda amueblada ha llegado ya la comunicación, y, por consiguiente, se puede establecer el toque de queda.
Se sobrevive en un automatismo tranquilo, en una forma de suficiencia que reapropia todas las sensaciones; todas menos la identidad. Porque sobre esta realidad petrificada soy despojado de mí mismo, reducido al estado de objeto con teclado. La máquina no me invita a aventuras obscenas; su cuerpo tiene la desnudez anatómica de un cadáver. Entre claves, gráficos y caracteres, el deseo ha dimitido y todo mi goce se reduce a un simple, rápido y masturbatorio escalofrío electrónico.
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