La toxicidad del individualismo 'light'
Hegel, tan adusto él de costumbre, se permitió un grito al contemplar ese histórico momento en que la filosofía volvió a casa, después de muchos tumbos por tierras extrañas. Su casa es el hombre, y el momento histórico, la modernidad que inicia Descartes. Desde entonces, el individuo ha ido ganando enteros en la política, en la ética, en el arte.Tal invasión del hombre en esferas tan dispares tenía que dar lugar a múltiples interpretaciones del individualismo. Y a muchos equívocos. Individualista era la revolución ética de Kant, colocando al hombre como fin último, al que nada ni nadie puede tomar como medio. Individualista es la teoría económica de la democracia que define la racionalidad como la maximalización del egoísmo. El liberalismo no ha cesado de invocar al individuo, y es en su nombre que Marx construye una teoría política, denunciando precisamente el abuso del individuo que hacía el liberalismo burgués.
Tema como éste, con sentidos tan dispares, estaba condenado a ser objeto de un ensayo por un filósofo que se precie. Amén de tentador era una tarea desafiante, porque, si bien es verdad que se lleva esto de liberalismo, un pensador no puede ignorar el hecho de que la moda se produce en un momento civilizatorio caracterizado por la masificación y el anonimato.
Gilles Lipovetsky (La era del vacío, editado por Anagrama) ha escrito un libro fascinante: brillante, como cabe esperar de un francés con esprit, e inquietante, en el caso de que tuviera razón.
De entrada hay que saber quiénes somos. Para explicarlo, nadie como Narciso, tema central de la cultura americana, según cuenta el autor. Somos individuos que cultivamos nuestro yo, vaciándonos de la cosa pública; nos interesa más el conocimiento de nosotros mismos que el reconocimiento por los otros; más la psicología que la ideología; la comunicación que la politización; lo diverso que lo homogéneo; la permisión que la coacción.
Todo esto sea dicho en plácida apatía, sin acritud. Dios ha muerto, y las grandes finalidades se han apagado, y los valores históricos, enmudecido. Pero que no cunda la alarma: este ocaso a nadie le importa un bledo. No es la era de Nietzsche, él, que prefería cualquier sentido, aunque fuera malo, a ninguno. Para el individuo moderno se esfuman las viejas y duras antinomias: verdadero y falso, bello y feo, sentido y contrasentido.
Una vida sin imperativos categóricos funciona no por la fuerza de la convicción o la conquista, sino por seducción. La variedad y suculencia de los platos que se ofrece estimula el proceso sistemático de personalización, ya que el individuo puede sustituir la vieja austeridad por el logro del deseo. Ese mecanismo funciona en todas las esferas sociales: en la economía (y se multiplican las experiencias autogestionarias), en la educación (y se impone la educación no represiva), en la política (y crece la descentralización) y en el sexo. La sexducción amplía el ser-sujeto: la exhibición de senos desnudos es la reivindicación personalista por partes hasta ahora encubiertas.
Hay aquí ecos de posmodernidad. Lipovetsky, sin embargo, se sale de caminos trillados. Se siente lejos de una cierta modernidad, la obsesionada por la revolución y la producción, lo que llevaba implícito rigidez y coerción en política, en moral y en educación. Pero se siente heredero de esa otra tradición moderna flexible y desmitificadora que precisamente universaliza la sociedad posmoderna. Por eso se distancia de los posmodernos oficiales (Baudrillard, Lyotard), para los que la posmodernidad representa un momento inédito. Lo posmoderno es más bien la generalización de algo antiguo. También discute las tesis neoconservadoras de Daniel Bell y no comparte su análisis de la sociedad moderna, cuarteada por la tensión que originan los distintos principios que rigen en cada esfera social. En efecto, el principio eficacia, que rige en la economía, se da de tortas con el hedonista, que manda en la vida cultural, y el de igualdad, en política. Eso es la ruina del capitalismo, dice Bell, "porque no se puede ser concienzudo de día y juerguista de noche". Hay que ser coherente. Nuestro autor desdramatiza el análisis del americano haciendo ver las bondades capitalistas del hedonismo, que, si bien crea algunos problemas (contra más y mejor se vive, más miedo a morir), soluciona otros, más graves (acabar con la lucha de clases).
Si el capitalismo nada tiene que temer de la seducción privática, de la cultura psi, de la socialización feeling y del lifting semántico, menos aún la democracia. La democracia escomo una segunda piel, y el desinterés político queda compensado por miradas de reojo para asegurarse que las reglas de juego siguen en pie.
Pero ¿de quién habla Lipovetsky? De alguien sí que habla: de esa parte de la sociedad o esa parte de nosotros mismos que circula con los cascos puestos, oyendo música a la carta, ajena a los ruidos de la calle, cortésmente indiferente a las voces y miradas de los demás. De alguna manera somos una generación de sordos. Pero aquí se dice algo más: que el individualismo narcisista es el logro más granado de la lucha de¡ hombre por sí mismo y que, problemillas aparte, estamos en el camino del mejor de los mundos. Eso es históricamente una peligrosa simplificación. La generación de sordos son los nietos de unos antepasados que se dejaron la piel para montar el negocio. El descanso del guerrero tiene sus riesgos. Por otro lado, la generalización del individualismo light es un sarcasmo en una sociedad como la nuestra, cada vez más dual. Aunque la historia de la filosofía da pie para que el autor fije su atención en el individualismo egoísta, no está de más señalar que la afirmación más radical de la soberanía individual (en Kant) significa, efectivamente, que el hombre es un fin último. Es decir, cada hombre es fin último y nadie puede ser utilizado como medio. Se abre un camino a la solidaridad que el bueno de Narciso desconoce.
Dado el embrujo de estos discursos y su éxito, ya constatable, habrá que invocar el nombre de Marx para que vuelva aquello de la denuncia ideológica.
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