Políticos, jueces y tigres
El vil crimen de Portugalete ha servido de pretexto o disparadero para que algunos retomen con especial fervor apostólico la cruzada contra los jueces, a los que genéricamente se acusa de pasividad, e incluso de actitudes ambiguas, irregulares u obstruccionistas, en la lucha contra el terrorismo. Desde el primer momento quedó claro que, contra toda racionalidad, las acusaciones no se dirigían (al menos no esencialmente) contra los jueces y magistrados penales de la Audiencia Nacional, únicos competentes en la instrucción y enjuiciamiento de los crímenes terroristas. Los cruzados -todos ellos fervorosos partidarios de la incompetencia en tal materia de los jueces y tribunales ordinarios- concentran sus críticas precisamente en estos últimos y, más en concreto (dentro de la inefable inconcreción de sus acusaciones), en los jueces que desempeñan su función en Euskadi. Es decir: se acusa de pasividad, ambigüedad u obstrucionismo en la lucha antiterrorista a los que ninguna competencia tienen, según la ley, para llevarla a cabo.Actitudes frívolas
Como la frivolidad e irracionalidad de tales actitudes es patente, pronto se cambia el tercio: los jueces de Euskadi podrían colaborar en mucha mayor medida en la lucha contra el terrorismo si no se preocuparan más de los derechos humanos de los terroristas que de los derechos de sus víctimas. Es decir: para ser verdaderamente antiterroristas o para demostrar que no actúan bajo los efectos del terror o del miedo (porque ésta es la razón última de que amparen los derechos; humanos de los terroristas), los jueces deberían dejar de incoar diligencias por posibles malos tratos o torturas. Nada se dice de cómo pueden amparar los derechos de las víctimas jueces incompetentes para perseguir y enjuiciar a sus verdugos. Pero eso de la falta de amparo a las víctimas suena muy bien y es rentablemente demagógico. Nada se dice tampoco de cómo van a ser jueces justos los que, con desprecio de la Constitución, de las leyes y de la justicia, dejan de investigar denuncias o indicios de malos tratos o de torturas. Y nada se dice finalmente de cuáles sean las razones por las que jueces atemorizados (todos, según se afirma) permanecen voluntariamente en sus destinos pese a que -como se ha dicho por eminentes críticos- han de comprar sus garantías de residencia tranquila y sin sobresaltos incoando sumarios contra guardias civiles y policías.
Pasividad de los jueces
Pero lo que riza el rizo de la barbarie de los cruzados es que cuando jueces de Euskadi y de, otros territorios reclaman -desde hace años- que sean los jueces ordinarios -es decir, ellos mismos, no los de la Audiencia Nacional- los competentes para conocer de la materia terrorista, reaccionan furiosamente asegurando que el temor no les dejará actuar con justicia. En resumen: se acusa a los jueces ordinarios de pasividad freríte al terrorismo; se defiende al mismo tiempo que ellos jamás deben ser competentes para conocer de los crímenes terroristas; se les acusa, sin embargo, de que, si se van rápidamente de Euskadi, se van por temor y, si se quedan establemente en Euskadi, se quedan con tal temor que han de comprar su sosiego prevaricando contra policías y guardias civiles y si reclaman la competencia en materia -terrorista es también, seguramente, para prevaricar, puesto que el miedo no les dejará actuar con justicia. Todo perfecto. No hay juez vasco que se salve.
Tosquedad dialéctica
Pese a la tosquedad dialéctica de los cruzados, sus arremetidas revitalizan la actualidad de cuestiones de profundo calado para nuestro sistema democrático. Tales como las siguientes:
Primera. La existencia de una jurisdicción especializada en materia terrorista, y en otras materias delictivas de gran trascendencia social, aparte de suponer gravisimas perturbaciones de nuestro sistema penal y procesal, contribuye objetivamente en nuestro país a que muchos ciudadanos no reconozcan en sus jueces ordinarios a los defensores de sus derechos y libertades en los conflictos sociales de mayor envergadura. Basta contrastar con la nuestra la situación italiana, donde la permanente intervención de la judicatura frente al terrorismo, la Mafia, los delitos monetarios de cualquier índole, etcétera, ha dado lugar a una nueva dimensión de las relaciones entre los jueces y el pueblo, entre el pueblo y el Estado. En nuestro país la concentración de aquellas competencias en la Audiencia Nacional impide un compromiso directo y activo de los jueces en defensa de los intereses sociales imbricados en esos conflictos.
Segunda. Nadie puede discutir, desde posiciones democráticas, el derecho (y el deber) de cualquier ciudadano a criticar las resoluciones y las actitudes judiciales, pues esa crítica constituye una manifestación esencial no sólo de la libertad de expresión, sino también del necesario control democrático y popular del poder judicial. Cualquier político tiene el mismo derecho. Pero cuando su crítica prescinde del más mínimo esfuerzo de concreción u objetividad; cuando supone, en sus propios términos, acusaciones difusas de prevaricación y, como tales, inequívocamente difamatorias; cuando procede de políticos que, por sus responsabilidades legislativas o ejecutivas, conocen perfectamente los mecanismos de control de las resoluciones judiciales, las posibilidades de querella contra presuntas prevaricaciones, de intervención del ministerio fiscal, de ejercicio de la acción popular, etcétera; en tales condiciones, cuando ninguno de estos medios se ha utilizado, cuando esos políticos se limitan a coleccionar presuntos ejemplos de desvaríos judiciales para fundar en ellos, sin más pruebas ni fundamento, acu saciones tan graves como genéricas, la crítica se convierte, fatalmente, en difamación. Aunque personalmente no me asusta el espectáculo y soy decidido partidario de la eliminación del delito de desacato, por lo que supone de disuasión censorial de muchas críticas, estimo que los jueces acusados tienen tanto derecho al honor y a la integridad moral cómo cualquier ciudadano.
Clima intimidatorio
Tercera. Si lo que se busca -a través de tanto fervor y truculencia tanta- es la creación de un clima intimidatorio en el que los jueces en general, y los del País Vasco en particular, se tienten la ropa y el alma antes de resolver, conforme a derecho y conforme a conciencia, conflictos en que existan implicaciones o intereses de personas o aparatos del poder ejecutivo, es evidente que la campaña está-llamada al fracaso. Si lo que se busca (que ya se ha dicho en ocasiones anteriores y se ha repetido en ésta) es la ampliación del ya desorbitante espacio policial exento de control judicial, confiriendo a la Audiencia Nacional la competencia para conocer de posibles abusos policiales en el ejercicio de las facultades antiterrorista, que se proceda en consecuencia, sufra lo que sufra (y sufriría drásticamente) el prestigio ético e institucional del Estado, no precisamente muy boyante en Euskadi. Pero para ello no es necesario ni lícito emplear la difamación contra los jueces que cuidan, en condiciones no bonancibles, de ese prestigio.
Cuarta. Con la violencia no se lucha contra la violencia, sino a favor, objetivamente, de ella. La lucha por la democracia no es otra cosa que lucha a favor del derecho, y por el derecho, contra la fuerza y contra la violencia. Sólo así terminaremos con los tigres que sistemáticamente dan terribles dentelladas contra la democracia. Si, por el contrario., utilizamos la violencia y la injusticia contra ellos, otros tigres se harán cargo del poder y habrá terminado la democracia.
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