Gramsci, comunismo y razón
Hace ahora 50 años que murió Antonio Gramsci, símbolo de la resistencia intelectual y moral al fascismo y una de las personalidades más consideradas del movimiento obrero contemporáneo. Prueba de ese atractivo es que, desde entonces, toda la izquierda del sur de Europa ha sentido alguna vez la necesidad de buscar en Gramsci razones para defender una u otra posición política o ideológica. Así, Gramsci ha sido una fuente de inspiración para un programa, ya sea de unidad nacional o bien izquierdista, y, en su momento, para el ensayo eurocomunista. Incluso hoy, cuando la izquierda siente como nunca el agotamiento de sus recursos, la apelación a Gramsci suscita, al menos, respeto y cierto miramiento intelectual.¿Por qué ese aprecio casi unánime por la figura y por las ideas de Gramsci? No cabe duda de que su inteligencia excepcional en tiempos de adversidad, su fortaleza moral y su condición de revolucionario consecuente son una buena explicación del atractivo que sigue suscitando la biografía de Gramsci. Pero es también la convicción de que sus propuestas tienen el sello de la distinción razonada en un clima intelectual y político en el que lo usual era la consigna, el dogma y la esterilidad intelectual.
Fue Gramsci el único dirigente comunista del período de entreguerras que comprendió que no era posible trasplantar la experiencia soviética a Occidente y que habían fracasado los intentos revolucionarios en Europa. Asimismo entendió como pocos lo que significaba el ascenso del fascismo. Por eso se propuso realizar una reflexión singular sobre la sociedad y el Estado en Occidente e intentó, a partir de ahí, la reconstrucción de lo que, a su juicio, eran las posibilidades a largo plazo de realizar el socialismo.
Acción cultural
Por poco que se conozca el contenido de las propuestas de Gramsci, se tiene la impresión de que en las mismas se da una extraordinaria importancia a la acción cultural, a la llamada en sus escritos "reforma ideológica". Es evidente que esa preferencia estratégica ha estimulado una general comprensión hacia la obra de Gramsci. El que estuviese, al parecer, por lo ideológico y educativo más que por intentar de nuevo asaltar el Palacio de Invierno resulta para buena parte de las conciencias algo más tranquilizador. En resumidas cuentas, son su ejemplo moral e independencia intelectual, junto a la apariencia cultural de su proyecto, los que provocan esa predisposición a, en principio, mirar con simpatías el gramscismo.
Ocurre, sin embargo, que las cosas son más complicadas. En primer lugar, Gramsci no fue un intelectual, sino un dirigente comunista, como recordaba con razón Togliatti a los pocos días de su muerte. Fue fiel a los ideales del marxismo revolucionario, a las pretensiones estratégicas más básicas de éste y a muchas de sus exigencias jacobinas, sobre todo en cuestiones de organización. Pero sería desconocer a Gramsci si no se entreviera además en él una huida hacia adelante en relación con lo que, convencionalmente, se han considerado los parámetros del leninismo y su práctica política.
A Gramsci le preocupaba el desarrollo de la revolución soviética, y no sólo por sus consecuencias políticas, sino por sus raíces teóricas. A su juicio, el marxismo oficial no terminaba de librarse de los males que venía arrastrando desde sus comienzos, en concreto, del mecanicismo y el dogmatismo. La orientación del movimiento comunista, tal como se puso de manifiesto en el giro estratégico propiciado por Stalin en los años 1928-1929, anunciando el derrumbe inmediato del sistema capitalista, era, a los ojos de Gramsci, una iniciativa apocalíptica y una aventura. Además, Gramsci tenía presentes las perversiones políticas y teóricas que se iban apoderando del movimiento comunista internacional, aunque jamás explicitase pública y abiertamente su desconfianza cada vez mayor hacia la política de la Internacional.
Desde muy temprano se observa en Gramsci una fina intuición moral en favor del principio de autogobierno. Sólo es posible evitar, argumenta Gramsci, una desviación despótica de un proceso revolucionario si los sujetos a los que afecta dicho cambio hacen suyos, racionalmente, los objetivos y medios que dan sentido al proceso. La falta de consciencia, es decir, la desinformación, y de aceptación voluntaria, a saber, la imposición, convierten a los grupos interesados en el proyecto emancipatorio en puro instrumento de los intereses de otra clase o de una minoría privilegiada de la propia clase. De ahí el interés de Gramsci por los "consejos de fábrica", lo que consideramos, ante todo, una manifestación temprana de una sensibilidad favorable al democratismo radical y contraria a la prepotencia de las mediaciones, a la hora de pensar un modelo de organización política de la sociedad.
Ambigüedad
Estudiando sus escritos y las circunstancias de su evolución personal, se termina teniendo la impresión de que en Gramsci conviven a la vez inclinaciones jacobinas, inherentes a su tradición política, y una tendencia a favorecer el protagonismo más directo de los sujetos sociales. En su diseño estratégico hay una problemática no resuelta entre fines y medios, y es que Gramsci soporta la carga de una ambigüedad teórica y práctica que ha caracterizado la relación entre socialismo y democracia a lo largo del movimiento obrero contemporáneo.
Decíamos al comienzo que llama la atención de los curiosos, sobre todo la significación que lo ideológico y cultural alcanzó en el programa gramsciano. Una transformación de naturaleza teórica y cultural que favorezca la formación de una voluntad colectiva autoconsciente y autónoma es condición de la realización del socialismo. Éste es, por lo demás, el aspecto más singular del contenido de la categoría de hegemonía, noción central de su proyecto. Pero la novedad no reside en que Gramsci conceda prioridad política a la propaganda ideológica ni en que ingenuamente crea que un orden social injusto se tumba solamente con discursos. Lo interesante de su propuesta está en afirmar que sólo puede revolucionarse de verdad algo si se cambia profundamente el universo de ideas e instituciones en el que ese algo concreto se representa para los hombres. Además, dicha reforma ideológica persigue promover un progreso intelectual de masas que permita a éstas pensar y actuar como individuos racionales y libres. Y para esto es necesario que la cultura deje de ser patrimonio de unos cuantos y constituya la palanca que permita aumentar coherentemente la capacidad de decisión de la mayoría de los hombres.
Es frecuente, en ocasiones como ésta, preguntarse por la vigencia de algunas de las iniciativas de aquellos a quienes se recuerda. Empezaré por la cuestión más polémica: ¿tiene sentido en la actualidad la lealtad al marxismo revolucionario? Es cierto que en sus pretensiones básicas sigue siendo un ideal emancipatorio racional y un modelo, al igual que otros, de representación y armonización de valores universales de la moralidad. Sin embargo, no resulta fácil convencer de la viabilidad política de dicho ideario ni de la bondad de algunos de los procedimientos invocados para realizarlo, máxime tras las derrotas y fracasos de la tradición revolucionaria en Occidente. De lo que no hay duda es de que la reflexión de Gramsci ha sido el último intento de recomposición del marxismo como pensamiento, un intento singular, penetrante, ambiguo y, a la postre, no consumado.
Hay también materiales de la construcción gramsciana cuya evocación enriquece la discusión presente. Por ejemplo, su teoría de la hegemonía resulta un legado a tener en cuenta si se quiere transformar en programa el ideal moral del consenso. Primeramente, la concepción de la hegemonía obliga a tener en cuenta que, en nuestras sociedades históricas, las posibilidades del diálogo y el acuerdo se sustentan en la realidad de las desigualdades. En segundo lugar, hacer que los individuos y grupos sociales asuman consecuentemente las exigencias de un ideal emancipatorio basado en los valores de la democracia participativa, la igualdad y la solidaridad, exige que aquéllos estén dispuestos a cambiar lo que Agnes Heller llama el sistema de necesidades.
El Estado
Tampoco resultan anacrónicos algunos de los apuntes de Gramsci sobre la recomposición del Estado. Transforma Gramsci la tradicional concepción instrumentalista del Estado en una concepción ampliada del mismo. El Estado se realiza verdaderamente expandiéndose hacia la sociedad civil en tanto que elimina los elementos coercitivos y utiliza su poder para la revalorización de lo social y la restitución del principio de autogobierno como razón de la acción comunitaria. Ahí el concepto de hegemonía interviene también como categoría interpretativa de un conjunto de iniciativas e instituciones destinadas a promover ese proceso de conocimiento por el que los hombres adquieren la capacidad de organizar consecuentemente su mundo.
Y termino resumiendo lo que me parece más definitivo. Quien analiza con rigor la teoría de la hegemonía en Gramsci, su concepción del intelectual, sus proposiciones políticas concretas o la "filosofía de la praxis", comprueba, ciertamente, lo fragmentario de sus conclusiones, lo ambiguo de su diseño estratégico e incluso lo anacrónico de algunas de sus conclusiones; pero, ante todo, descubre que en toda su obra subyacen dos convicciones profundas: una, propia de un marxista consecuente, es que el comunismo y lo racional mantienen un vínculo privilegiado; la otra, su lección más permanente, se manifiesta en esa voluntad de corresponsabilizar razón y acción política, en la confianza en que el ejercicio crítico de la razón juega siempre en favor del socialismo.
Babelia
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