Juan Pablo II beatificó ayer a tres primeras 'mártires' de la guerra civil
Ayer por la mañana fue una fiesta solemne para los católicos españoles en la basílica de San Pedro, don de Juan Pablo II beatificó a los tres primeros mártires de la persecución religiosa de la guerra civil. De los 64.000 mártires de aquella guerra que aspiran a la gloria de los altares, las primeras privilegiadas fueron tres carmelitas descalzas de Guadalajara: sor María Pilar de San Francisco de Borja, de 58 años; sor María Ángeles de San José, de 31 años, y sor Teresa del Niño Jesús, de 27. Durante el acto, al que asistieron varios miles de peregrinos llegados de toda España, se produjo un pequeño incidente cuando el Papa se dirigió a la delegación española, presidida por al vicepresidente del Congreso de los Diputados, el socialista Leopoldo Torres, y un grupo de peregrinos gritó: "Fuera, fuera; aquí el que debería estar es el Rey".
Junto a las religiosas, al parecer como un gesto de buena voluntad por parte del Vaticano, para no herir demasiado los ánimos de la izquierda española, fueron también beatificados el cardenal Marcelo Spínola y Maestre, de Sevilla, fundador de las Esclavas del Divino Corazón, y el sacerdote Manuel Domingo y Sol, fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos.Más de 15.000 españoles, la mayoría de edad madura, así como también muchos niños pero pocos jóvenes, asistieron ayer por la mañana a la espectacular ceremonia celebrada en la basílica de San Pedro, iluminada como un ascua, según se acostumbra en las mayores solemnidades de la Iglesia.
Ya desde la tarde del día anterior, los miles de peregrinos llegados a Roma, muchos de ellos en autobuses procedentes de las ciudades de los cinco beatos, hicieron oír su alegría con cantos y bailes por sevillanas en las plazas de Roma y en los alrededores del Vaticano, mientras soplaba el duro viento de tramontana, que helaba los huesos. Entre los peregrinos figuraban 42 obispos, 4 cardenales y más de 600 sacerdotes españoles.
Desmayos
La ceremonia empezó a las nueve de la mañana y acabó pasado el mediodía. Muchos peregrinos que no pudieron encontrar una silla para sentarse acabaron sintiéndose mal tras permanecer tantas horas de pie. De hecho, durante la ceremonia se produjeron varios desmayos entre los asistentes, debido al hecho de que con el cambio de la hora legal algunos de ellos llevaban esperando en la plaza de San Pedro a que abrieran la basílica desde las seis de la mañana, para poder colocarse más cerca del Papa. Muchos de los niños que tampoco consiguieron sentarse salieron a jugar a la plaza de San Pedro.
Entre los españoles destacaban muchas mujeres con mantillas y peinetas. Hubo hasta sombreros cordobeses. Entre las pegatinas que llevaban en la solapa destacaban a veces las caras de los nuevos beatos, pero también el símbolo de la Exposición Universal de 1992 de Sevilla. Muchas banderas españolas, la mayor parte de ellas con el viejo escudo franquista, y otras que, en lugar del escudo de España, llevaban la imagen del Sagrado Corazón.
Mientras Juan Pablo II se acercaba a la delegación española, presidida por al vicepresidente del Congreso de los Diputados, el socialista Leopoldo Torres, y el embajador ante la Santa Sede, Gonzalo Puente Ojea, cuatro peregrinos, encaramándose sobre unas sillas, gritaron: "Fuera, fuera; aquí el que debería estar es el Rey". A su lado, otro grupo de fieles llegados de España levantaban un cartel que decía: "Santidad, os pedimos la canonización de los mártires de la cruzada de 1936 a 1939".
El Papa, durante su discurso, por el que había una cierta expectación tratándose de las primeras beatificaciones de los mártires de la guerra civil, estuvo más bien prudente, sin hacer la más mínima alusión a la guerra. Más aún, afirmó que los españoles deben aprovechar el testimonio de las tres mártires del Carmelo como "el mensaje de paz y reconciliación de todo martirio cristiano, como semilla de entendimiento mutuo, nunca como siembra de odios ni de rencores".
Heroicidad
Juan Pablo II añadió, sin embargo, que el martirio de las ahora beatas debe entenderse también como "una llamada a la heroicidad constante en la vida cristiana, como testimonio valiente de una fe, sin contemporizaciones pusilánimes ni relativismos equívocos".
Dijo también el Papa que, aunque el martirio "sea un don concedido por Dios sólo a unos pocos", sin embargo todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres, "sobre todo en los períodos de prueba, que nunca, incluso hoy faltan a la Iglesia".
En la gran basílica de San Pedro, abarrotada para una beatificación como en los tiempos de Pío XII, fueron leídas las cinco vidas de los nuevos beatos. Y, lógicamente, el mayor interés de los presentes estaba fijo en las tres monjitas caídas bajo las balas de los fusiles por odio a su fe religiosa. En medio de la persecución, las tres carmelitas, para huir del peligro que las amenazaba, dejaron la clausura vestidas de seglar y fueron a esconderse en un hotel. Pero allí no estaban demasiado seguras y fueron a refugiarse en otra casa.
Mientras atravesaban la calle fueron reconocidas, y ante el peligro que se cernía sobre ellas echaron a correr para alcanzar la nueva residencia, pero allí no les abrieron la puerta. Constreñidas a volverse a la calle, fueron asesinadas. Dos de ellas murieron al instante, y la tercera expiró en el hospital perdonando a sus verdugos. Las tres, se afirmó ayer, habían anteriormente pedido y deseado repetidamente la "gracia del martirio" cuando empezaron las persecuciones religiosas en España.
El papa Juan Pablo II quiso que fuesen tres religiosas, y no seglares, quienes abrieran el nuevo martirologio de la guerra civil española, para que fuese más evidente que no existían dudas sobre la autenticidad del martirio religioso de las nuevas beatas, sin posibles salpicaduras de índole política.
Una vez que el Papa pronunció la fórmula de la beatificación, los empleados del Vaticano tiraron de unas largas cuerdas, que arrastraron unos grandes velámenes que cubrían, tanto en el interior como en el exterior de la basílica, los cuadros que representaban a los nuevos beatos. Momento en que los 20.000 fieles aplaudieron según la costumbre romana.
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