El ego argentino de un comediante bonaerense
El showman rioplatense llega a España, a Madrid, al Festival de Teatro, con un sólido prestigio ganado en toda América con sus personajes y con su espectáculo en solitario. En México, en Cuba, en Venezuela, le adoran y llena los teatros. En Argentina, decir Antonio Gasalla es decir risa bien sugerida. En este orden de cosas, es un buen actor que domina el difícil arte de la caracterización.Los problemas empiezan a aparecer cuando la sucesión de pequeños grandes números son hilvanados sin ningún criterio dramatúrgico o, al menos, de altura comparable a lo que son en sí mismos la gorda rubia o el niño terrible.
Mantener durante más de una hora y media al público y hacerle reír de cuando en cuando ya es algo, aunque no bastante. Lo que se vio en el Centro de la Villa de Madrid huele a revista, pero a la parte menos perfumada del género.
El show de Antonio Gasalla
Antonio Gasalla. Centro Cultural de la Villa. Madrid, 26 de marzo.
El espectáculo comienza bien, con una suave ironía que casi le despoja (cosa difícil en un hijo de la pampa austral) de todo egocentrismo, rodeando con habilidad las diferencias de humor y estilo de reír hasta entrar de lleno en el público. Luego alguna fuerza oculta le juega una mala pasada y se vuelve argentino.
Tratando de dar intimidad, Gasalla acude a un recurso anticuado del que se ha abusado mucho: cambiarse de indumentaria a la vista del público. Esto empobrece la magia y el impacto de los personajes, que deben hacerse ante todo creíbles, y que ganarían mucho más si se encontraran, ya hechos, arropados por la luz y la música. El fondo sonoro no es rico, a pesar de la larga obertura: incluso demasiado para una noche de variedades.
El primer monólogo es como una declaración de principios, un arte poética llena de justificaciones, algún disloque y mucho de mala uva hacia eso que llaman la condición argentina. La disertación sobre los aviones, a pesar de ser muy larga, queda bien y se asimila. Los detalles autobiográficos, a veces demasiado veraces, parecen sobrar del tono general de su verbo. Esta distancia entre las partes puede ser un desfase de las modas en el intérprete.
Otros tiempos
Corren otros tiempos y el público no ríe de la misma forma. Hoy día ese cierto sentimentalismo lo que consigue es arruinar lo excelente de otros momentos. La dicción del soneto de Shakespeare, confusa y atropellada, parece descolgarse del conjunto, como ese traje plateado, que rezuma un pasado sin encanto.Sin embargo, la calidad y el potencial histriónico de este artista saltan cuando está en escena en lo que debe: dentro de esos trajes que nada tienen de inverosímiles. El niño prodigio es una buena historia a la que le falta algo de guión. La gorda, esforzada en una dieta que no asume jamás, es de lo mejor de la noche. Su aspecto, muy conseguido, se suma a un diálogo perversamente diseñado y universal.
La flor es una refinada metáfora que Gasalla redactó en tiempos de la dictadura militar. Éste es el número de más elevado contenido, estando resuelto en las maneras del teatro de guiñol tradicional.
La anciana que se ha visto en Madrid es sólo la mitad del original. En realidad, ese número es un encuentro entre dos viejecitas desmemoriadas, con un diálogo de besugos en medio que versa sobre una espumadera que se convierte, de hecho, en lo verdaderamente antológico de la velada. Gasalla convierte en monólogo el diálogo y se embolsilla al auditorio.
Su trabajo necesita estar en manos de un director de escena que coloque los números en un orden fluyente, que oculte la tramoya, que enriquezca la música y, sobre todo, que suprima ese número final. Un hombre de teatro capaz de hacer estas cosas no necesita para nada intentar cantar.
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