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Dos generaciones, dos rebeldías

Recuerdo, muy lejos en el tiempo, a un jovencísimo Miguel Narros haciendo pequeños papeles en el teatro María Guerrero; había entonces en este teatro de Luis Escobar, que trabajaba casi a solas -hasta sin público- en la oscura bazofia teatral de la posguerra, como un espíritu de rebeldía, una negación de todos ellos a aceptar lo que sobrevenía. Han pasado los años, más de 40, y Miguel Narros sigue brillando como ese espíritu que dice no, ese esfuerzo por sacar del pedernal todas sus chispas. Escenógrafo, figurinista, director de escena, lo que ha asumido siempre es la voluntad del riesgo, el paseo por el filo de la navaja, aunque a veces le haya partido en dos. No se suele dar, en este tiempo de burguesotes trabajando sobre seguro, ese empeño por buscar la belleza en un escenario, esa apuesta por la estética. Y también por la sorpresa, que sigue siendo una de las últimas defensas de esta artesanía. En estos años, Miguel Narros ha ido emergiendo como la cabeza de un grupo de artistas, como el director de una escuela; ha creado en torno suyo adictos y fervorosos, como también enemigos y regañones. Todo ello se lo debe al teatro: el valor de sus éxitos, de sus noches grandes, valen tanto como el juego a perder con tal de sacar algo en limpio y buscar por todos los caminos. Es grato y justo el "reconocimiento público" que refleja el acta del jurado, con una labor que ha sostenido el espíritu del teatro.Ana Marzoa es más reciente. También tiene una rebeldía dentro; la de hacer y sentir como es ella, saltándose muchas veces lo consabido. En términos clásicos, se diría que es un temperamento; pero hay bastante más que brío fuerza interior. Hay trabajo y estudio. Hasta hace unos días Ana Marzoa estaba en Madrid en un elenco de grandes actrices, de nombres sagrados, haciendo Paso a paso, que va a continuar ahora en Barcelona; había entrado repentinamente para una sustitución y, sin embargo, consiguió que la obra entera girase en torno a ella, que su presencia y su voz dominasen y sobresalieran sobre todas las demás, sin traicionar al personaje. Poco antes, trabajando precisamente con Miguel Narros, ofrecía en El castigo sin venganza una muestra de interpretación que también era una voluntad de decir no al tópico de que se ha perdido la tradición del verso o de la escuela clásica; sin dejar de ser nuestra contemporánea, Ana Marzoa contaba su papel dentro de la versificación más dura y más oscura desgranando los conceptos verso a verso, como ya lo hizo, años atrás, en La vida es sueño; y en la prosa de La Dorotea, de Lope, a pesar de algunas dificultades de traslación de lo que no fue escrito nunca como teatro y se trató de convertir en él. La forma de negación, la rebeldía de Ana Marzoa, ha consistido en no dejarse caer en el vicio de nuestro tiempo; en resistirse a veces incluso a los directores, y en abrazar de lleno una forma de interpretación que hizo la plenitud de una época: la del intérprete que es siempre él mismo siendo, cada vez, el personaje.

Más información
Narros y Ana Marzoa, premios nacionales de Teatro

Si los premios nacionales del año pasado acertaron al recaer sobre dos autores de generaciones distintas -Alfonso Sastre y José Luis Alonso de Santos- pero hermanados por un servicio al teatro que cuenta su tiempo, también aciertan los de este año, para un director y una actriz también de generaciones distintas, pero audaces los dos en este esfuerzo de la rebeldía, en esta manera de conservar intactas sus personalidades rebeldes y traspasar los tiempos, los cansancios, los desencantos, para mantener su álito sobre todo lo adverso. Virtudes de artista.

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