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Un 'lendakari" castrense

"...así como la paz ganada con guerra no puede ser sino guerra no declarada" (A. García Calvo, De la felicidad).El secuestro del señor Caballero, quien -según confesó desde las pantallas- no padece del llamado síndrome de Estocolmo, pero que, no obstante, ama con ternura a sus secuestradores (sobre todo si previsiblemente le están escuchando), terminó hace unos días. ¿Felizmente para todos? Parece que sí para ETAm, que, además de dejar enésima constancia de la temible eficacia de su aparato, ha visto. engrosada su cuenta corriente en unos cientos de millones de pesetas; y también para la familia de¡ industrial guipuzcoano, que ha terminado de sufrir una angustia indecible. No tanto par a el propio liberado, paciente indefenso durante 60 días de una tortura que bajo otras formas también conocen sus propios torturadores y cuyas secuelas probablemente le atormentarán mientras viva. Bastante menos para los trabajadores de la fábrica propiedad del señor Caballero, cuyo propio movimiento reivindicativo frente a la explotación de que eran objeto ha sido suplantado -y con objetivos bien diversos- por una organización independentista que parece haber sustituido la innegable lucha de clases por la más vaporosa lucha de liberación nacional. De ningún modo para nuestra entera sociedad, que contempla entre adormecida y desmoralizada cómo cualquier medio, por bestial que sea, resulta bueno para alcanzar un fin que está bien lejos de sentir mayoritariamente como suyo. Y hasta, para mayor desgracia, sólo faltaba que su ejemplo cunda incluso en herrialdes tan distantes como Palencia, donde un comando impulsado por un dirigente de AP ya ha pretendido, al parecer, y con peor fortuna, secuestrar a un oponente municipal...

Valga lo anterior como introducción, supongo que para algunos impertinentes, a otro hecho de hoy mismo del que tampoco sería deseable que surgieran imitadores. Hete aquí que la Mesa Nacional de Herri Batasuna, en un más difícil todavía, ha decidido proponer a sus bases -tan fieles que nunca hasta el presente le han fallado- la presentación de un presunto etarra encarcelado como candidato a lendakari para este Gobierno vasco en ciernes. Bien quisiera uno sin reservas que las cárceles desaparecieran, incluso para Juan Carlos Yoldi pero tampoco es seguro que los hechos de armas que se le imputan constituyan por sí mismos méritos suficientes para acceder a la dignidad a la que se le promueve. Como quiera que sea, el análisis no ha de perderse en ponderar la innegable habilidad retadora de la jugada, ni en calcular la probabilidad de que este candidato salga elegido, ni siquiera en descifrar lo mecanismos legales que dificultan la actividad parlamentaria de un preso en situación preventiva. Lo que merece, en cambio, una seria reflexión es el gesto sintomático de que un movimiento que se autocalifica de popular proponga a un presunto miembro de una organización armada como su representante en un Gobierno civil y más aun, como cabeza visible de ese Gobierno.

A falta de suficientes razones conocidas que hayan podido mover a tal estrategia, no cabe sino establecer algunas conjeturas que la expliquen. La primera hipótesis surge con fuerza por sí sola: se trata de una orden de la superioridad castrense, que HB se apresta disciplinadamente a cumplir. Su puesto tan tajante al tiempo que esclarecedor será, desde luego, rechazado de plano por esta coalición mediante indignadas proclamas de autonomía. Sus afiliados, empero, deberán con venir en que lo funesto de esta hipótesis no estriba tanto en su carácter de verdadera o no, cuanto simplemente en su condición de verosímil, en que necesariamente aparezca como acertada, o plausible a los Ojos de la mayoría.

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Pero no sería menos Inquietante otra conjetura, la de que ha sido un acuerdo legítimo de HB -en desarrollo y aplicación de su particular programa político- el que ha llevado a designar precisamente a ese candidato para ocupar el sillón de Ajuría Enea. En tal caso, poco importarían los motivos coyunturales aducidos, tendentes obviamente- a forzar un duro trágala a instituciones que repudian a diario. Pues, más allá de sus intenciones, el significado objetivo de la medida es que aquella coalición habría renunciado formal y expresamente al ejercicio de su capacidad civil, a servirse de sus propios líderes y portavoces, para aceptar una metodología guerrillera y, en consecuencia, hacerse representar por un militar. HB habría cruzado simbólicamente de un paso decisivo la raya que separa la dialéctica civil del campo de batalla. De ser así, vendría a reconocerse sin embozo que, en lugar de ser ETAm el brazo armado de un pueblo vasco en camino hacia su liberación nacional., este pueblo se habría convertido en mero apéndice civil de aquel ejército concebido como su columna vertebral. Nos retrotraemos de este modo en el túnel del tiempo: o bien hasta las hordas bárbaras, que suscitaban como jefes a los miembros más aureolados por sus proezas guerreras; o bien a épocas más recientes de nuestro país, cuando estamentos militares y sus secuaces civiles propugnaban periódicamente la exaltación del general de turno a la jefatura del Estado. A los que tengan experiencia de 40 años vividos bajo la férula de un generalísimo no les será costoso imaginar la eventual organización cuartelaria de una Euskal Herría encomendada a un militar erigido en lendakari.

En todo caso, y por debajo de los superficiales comunicados al público, ¿cuál podría ser la razón profunda de tan provocativo acuerdo? La de poner a la vez en evidencia y en entredicho -se nos deberá decir- la naturaleza en último término militarista del Estado español, la de revelar que su poder militar es el poder supremo respecto del que las demás instancias estatales cumplen la mera función de acólitos, cuando no de puros rehenes, y frente al cual sólo otro poder militar de signo contrario sería el único contrapoder adecuado. A lo que, por lo pronto, habría que responder que tal simpleza a la hora de entender el Estado moderno corre paralela a la ingenuidad de quien pretendiera que el voto libre de los ciudadanos constituye la sola sustancia política. Pero es que, aunque así fuera, no resulta poca ganancia el que los militares tengan constitucionalmente vedada la exhibición de su específico poder y deban delegarlo en sus representantes civiles. A más de refrendar su propia entraña belicista, con aquel discurso parece incurrirse al fin en el círculo vicioso de suponer que el presunto militarismo dado se cura a golpe de otros sones de corneta y de diferentes voces de mando. Y así es como, de un solo plumazo, pretende borrarse la inmensa distancia que media entre un estadio social civilizado y el salvaje regido por la ley del más fuerte. Reducir el poderío militar a sus confines y, llegado al caso, suprimirlo por volver innecesarias sus funciones, será cometido exclusivo del poder civil.

Nos ocultaríamos la verdad histórica si olvidáramos que el origen de todo Estado ha sido amasado en sangre. ¿Es preciso por ello repetir a fines del siglo XX tan terrorífica experiencia? Nos engañaríamos asimismo sin remedio al pensar que habitamos una sociedad ni medianamente democrática, mientras capital y Estado campen a sus anchas por este planeta. Pero, por muy enferma que se encuentre nuestra sociedad, jamás se la podrá redimir por la intervención de instancias ajenas e irracionales que nacen de su propia debilidad: ni por el poder religioso, que a lo más sólo lograría sublimar la miseria en una conciencia trascendente; ni por el militar, que más bien se encarga ría de enconarla y reproducirla sangrientamente. Fuera de la sociedad civil no hay salvación. En caso contrario, preparémonos de nuevo a llenar los templos o a marcar el paso.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofia de la facultad de Zorroaga, universidad de País Vasco.

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