Una ética de la responsabilidad solidaria
A juicio de Savater -juicio fácil de compartir-, la democracia efectiva es una tarea a realizar, que no puede verse cumplida mediante una "inmóvil defensa personal", sino que exige un determinado ethos, una actitud positiva. Lo que ya no resulta tan fácil de compartir es que semejante actitud consista en el egoísmo ilustrado.El egoísta ilustrado -a diferencia del Calígula asilvestrado- -muestra su "ilustración", su "esclarecimiento", al percatarse de que le conviene el bienestar ajeno y le perjudica el ajeno malestar. En definitiva, cuantos más hombres gocen de una existencia satisfecha -piensa el egoísta inteligente- más en seguro estarán mi libertad, mi propiedad, las personas a quienes estimo y la realización de mis proyectos. Los insatisfechos son siempre en verdad un peligro privado y público.
Para llegar a estos sabios pensamientos filosóficos, la humanidad se ha visto sometida a un duro éxodo. Primero tuvo que sufrir el oscurantismo de las morales cosmológicas y religiosas. Después fue iniciándose paulatinamente ese proceso de "desencantamiento", detectado por Weber, ese proceso de "destrucción del hechizo" oscurantista, que todavía no ha llegado a su término. Hora es ya de que pongamos fin a un proceso semejante -parece decir Savater- y, libres de la cosmología, la religión y las largas secuelas de ambas que hasta hoy padecemos, hora es ya de que instauremos al cabo una moral de la humanidad. Solos por fin ante nuestro propio destino, nos preguntarnos los hombres quiénes somos realmente y qué queremos en verdad. Que no se haga ya la voluntad de otros o de otro: que se haga la nuestra, pero esclarecida, ilustrada.
Parto de los montes
Y, por lo que cuenta. Fernando Savater, adivino el parto de los montes. Ni el hombre nuevo (alienaciones del gregarismo marxista), ni tampoco el superhombre (alienaciones del humanismo nietzscheano). ¡Qué clarividente Leibniz! Lo nuestro es el calculemus. Por fin, tras siglos de alienación y oscurantismo, descubrimos cuál es la función más propia del hombre, que no es el ejercicio de la vida contemplativa, como creía Aristóteles, sino el ejercicio de la racionalidad económica: el cálculo egoísta.
El egoísta ilustrado, desde su deseo de bienestar, mete en la calculadora a los demás hombres y obtiene un resultado sorprendente: ¡Le conviene que estén contentos y satisfechos! Por fin, una moral universalista podrá asentarse sobre el individualismo estratégico. Imposible encontrar una base más sólida para la democracia. Ilusionada con la sugerencia, puse en marcha mi calculadora particular, y comprobé decepcionada que a mí no me sale. Esperaba que apareciera el letrérito luminoso compromiso activo por la democracia integral mundial", por aquello de que no basta con la "inmóvil defensa personal" para el éxito de la empresa, y ni por ensueño. Las cosas más peregrinas.
,Y cuidado que seguí los cánones del cálculo rigurosamente. Primero: reducir a las personas a variables, abandonando jergas oscurantistas. Nada de considerar a las personas como seres valiosos en sí -no "para mí"-, como decía un tal Kant, que no debía ser muy ilustrado cuando no propuso una moral del egoísmo. Por supuesto, nada del discurso socialista sobre la solidaridad, que debe ser ya algo demencial. Me quedé con la humanidad reducida a variables, y a variables dependientes de mi afán de bienestar.
Por eso introduje nuevos datos en la calculadora: mis energías. ¿Cuántas energías -pregunté después- debo invertir en las distintas variables para que resulte mi bienestar? ¿Es necesario comprometerse activamente en la igualdad y el bienestar de todos? Porque, claro, la racionalidad económica no es derrochadora, y tiene que calcular si, al fin y a la postre, extrae más beneficio que pérdidas al invertir activamente energías en la igualdad y bienestar de las variables que viven en el Tercer Mundo e incluso en la casa de al lado.
El resultado fue decepcionante: la ley del cálculo no llevaba más allá de exigir un compromiso activo con los muy próximos, y la indiferencia, o a lo sumo el buen deseo, para los demás. Pero una inversión de energías en próximos y remotos, totalmente irracional y desaconsejado.
A lo mejor es verdad que los hombres no somos sino eso: egoístas ilustrados, o espabilados, que es más castizo. Pero de esa actitud, de ese ethos, no sale una democracia real, porque ése es un viaje que necesita otras alforjas. Y no me refiero a una visión colectivista que ahogue al individuo en toda su riqueza diferencial. La "ética intersubjetiva", como algún ético español propone, necesita complementarse con una "ética intrasubjetiva", con un diálogo de cada hombre consigo mismo. Pero el "punto de vista moral" -enseña también una añeja tradición ilustrada- no puede ser el del individuo y su conveniencia. El "punto de vista moral" no consiste en calcular el valor de las personas "para mí", sino considerarlas -como a mí misma- valiosas "en sí". Sólo un aspecto de lo que en sí vale lleva a un compromiso activo en su promoción y defensa. Pero ésa no es la actitud del egoísta ilustrado, sino la de quien se sabe responsable y solidario.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.