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LA LIDIA

Juan Cuéllar llama a la fama

Los novilleros acuden a la feria de Valdemorillo a torear y a que les conozca lo bueno la aficíón y, si se puede, a pegar un aldabonazo a la puerta de la fama. Lo normal es que no alcancen casi ninguno de sus propósitos, pues frecuentemente los novillos no se dejan torear, o si se dejan, los novilleros no enseñan tantas cosas buenas como para impresionar a la afición. Naturalmente hay sus excepciones y a veces surge la sorpresa. Eso ocurrió ayer con Juan Cuéllar, que llamó a la puerta de la fama.Menuda forma de llamar. Los aldabonazos resonaban como truenos. Los novillos que le correspondieron eran de los que no se dejan torear y además grandes. Le importó poco. O aún fue mejor, pues le sirvieron para añadir emoción máxima a un toreo que apuntaba de excelentes calidades. Su primero le pegó dos volteretas y su segundo, una. Las volteretas no eran fruto de la temeridad sino del habilidoso manejo que los novillos hacían de sus astas. Fingían la embestida y con la rapidez del rayo atrapaban al torero por un muslo, lo tiraban a lo alto, cuando caía aún volvían a meter el pitón para rebañarle el cuerpo.

I

Pérez / Ballester, Dominguín, CuéllarNovillos de Ismael Pérez, con trapío y broncos en general. Alberto Ballester: pinchazo y media (oreja); estocada y dos descabellos (vuelta por su cuenta). Domingo García Dominguín: dos pincha-zos, estocada caída y tres descabellos (silencio); siete pinchazos -aviso-, estocada trasera y dos descabellos (silencio). Juan Antonio Cuéllar: estocada caída (dos orejas); estocada (dos orejas). Plaza de Valdemorillo, 6 de febrero. Tercera corrida de feria.

Juan Cuéllar no se amilanó en absoluto; por el contrario, ni siquiera se miraba los desaguisados y volvía a ponerse delante, cruzadito como mandan los cánones, mostraba la pañosa al morlaco incivil, obligaba a fundir en ella la acometida incierta. Esto es valor, pero también había torería: la primera bestia parda después de sentir en sus lomos puyazos y banderillas, se lo pensó dos veces y escapó a una lejana querencia en tablas. Fue de ver cómo lo sacaba de allí Cuéllar y lo encelaba, de modo que la bestia parda no volvió a acordarse de su refugio. También fue de ver cómo interpretaba el natural con el sexto -otro desclasado sujeto-, ofreciendo el mediopecho, cargando la suerte, embarcando con naturalidad. Terminada la faena, la aficiónle gritaba "¡torero, torero!" y registraba en su memoria selectiva: "Juan Cuéllar". Cuando un torero queda registrado en la memoria selectiva de la afición, ya es alguien.

Peor lote de pregonaos le correspondió a Dominguín que tampoco se miraba los desaguisados, ni las magulladuras y rascones le marcaban rictus de dolor. Él, a lo suyo, alivió al segundo, y al fortísimo quinto, que picado cuatro veces aún trotaba alborotón y rabioso, lo mató a la última, porque tal como se tapaba el pregonao era imposible matarlo a la primera y siguientes. Lidió e sobrero, previa petición (y concesión antirreglamentaria) y no cambió el panorama.

En cambio el lote de Ballester, que por curiosa coinciden cia era el más placeado de la terna, salió de dulce. El más placeado de la terna defraudó pues hizo faenas pegapasistas más templadas en los derechazos que en los naturales, pero nunca inspiradas, ni variadas ni ligadas. Con ese toreo de consumo, pura mediocridad dejó escapar vírgenes de arte dos novillos boyantes, y la afición también tomó nota de eso.

La afición había llegado de Madrid embutida en pellizas por temor a los cataclismos climatológicos de Valdemorillo y se encontró con la consagracíón de la primavera. También llegó con su indestructible severidad analítica, y se encontró con un torero que le almibaraba el duro corazón. De manera que hizo así, fuera pellizas venga un puro, y por una vez fue feliz.

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