El filósofo ha de refugiarse en España en la docencia
"El único nicho para pensar es la cátedra, y está condicionada políticamente, dice Manuel Garrido
Descartes era soldado; Leibniz, bibliotecario; Spinoza, relojero que rechazó una cátedra. Los empiristas ingleses, cuyas teorías cambiaron la ciencia, eran o bien propietarios o bien funcionarios. En Grecia, la filosofia era distracción de algunos ricos. Einstein inventó la teoría de la relatividad en los flecos que le dejaban sus horarios de empleado en la oficina de patentes de Berna. Mas los Estados han ido absorbiendo poder y control, y es difícil para un intelectual progresar sin pagar un tributo. Lo habitual en esta parte del siglo XX es que se lo pague a una universidad a cambio de un sueldo.No existen casi en España casos conocidos de pensadores que hayan vivido fuera de la cátedra. Xabier Zubiri, Julián Marías, José Ortega y Gasset serían tres de ellos. Para Manuel Garrido, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la universidad Complutense de Madrid, tras la guerra hubo un proceso de absorción del pensamiento por el poder, y desde entonces "el único nicho que hay para pensar es la cátedra, y está condicionada políticamente". Además, el tiempo empleado en conseguirla no es el más fructífero.
La mayor parte de los filósofos consultados, todos profeso res, no se muestran en exceso entusiastas sobre su trabajo. "Soy un funcionario", dice Garrido. "La gente que viene a mi clase no me ha elegido, y en su mayor parte viene para obtener un título". Y va más lejos: "Siempre he vivido la clase como una alienación. Cumplo lo mejor que puedo con mi oficio, que no es mi vocación. Mi vocación es la filosofía en general, vivida como problema y no como enseñanza". En el medio, tiende a aceptarse que la cátedra suele estar condicionada por la política.
Jesús Mosterín, catedrático de la misma asignatura en la universidád de Barcelona, señala que "el 80% de lo que se hace en la Universidad es un ejercicio ocioso: estudiantes a quienes no interesa lo que estudian, profesores que no tienen vocación`. Para Mosterín, que advierte de su escepticismo respecto a "Ias explicaciones sociologistas de las cosas", "en el mundo, lo que cuenta es la calidad, no la cantidad". "La filosofía no tiene nada que ver con la docencia, eso es obvio", señala en otro momento.
Todos escépticos
Shopenhauer distinguió entre filósofos, productores de filosofía, y profesores de filosofía, meros conductores. En Kant tenía un ejemplo claro: el filósofo que llevaba en Koenigsberg una existencia casi vegetal -de una monotonía legendaria-, se dirigía de una manera a sus alumnos, en clase, y de otra a la comunidad científica. Quizá la antipatía de Shopenhauer por la enseñanza de la filosofía proviniera de la mala suerte que hizo coincidir sus clases con las de Hegel, a quien preferían los alumnos. Shopenhauer dimitió.
El escepticismo sobre la enseñanza de la filosofía tiende a producirse en ambas puntas del proceso. Los miembros de un seminario de jóvenes filósofos, profesores de instituto, añoran, a sus cerca de 3,2 años, no haber tenido una formación sólida y atractiva, y tienden a lamentar el autodidactismo al que les condujo la in suficiencia universitaria, y al que aún parecen abocados: todas las semanas se reúnen para estudiar a Heidegger, un pensador, opinan , al que debieran conocer bien desde la Universidad.
Horacio Fernández, de-32 años, uno de ellos, que se autodefine como un no profesional de la filosofía, piensa que la carrera desencadenada con la aprobación de la ley de Reforma Universitaria (LRU) ha producido que el pensamiento se ha refugiado en cierto modo en los institutos; en la Universidad, "todo el mundo está como loco con las tesis", requisito para llegar a ser funcionario. (Hoy no parece quedar ni rastro en las universidades del movimiento crítico al sistema de oposiciones, tras las reformas in troducidas por la LRU.)
Tomás Pollán filósofo de 38 años, con un considerable prestigio entre sus colegas jóvenes, observa que entre los profesores de unos 35 años se nota cierto desencanto. Fernando Savater, de 40 años, profesor de Ética en San Sebastián, no oculta: "La Universidad no me interesa nada", y sólo le pide "que pague lo mejor posible y dé la lata lo menos posible". Aun así, para Savater tiene sentido el que "queden ciertos espacios ambiguos como una facultad de filosofía".
Jesús Mosterín reprocha al sistema español su falta de elásticidad en la recompensa y el aliciente. Todos los profesores de determinada categoría cobran lo mismo, con independencia de su calidad, y casi todos tienen servidumbres burocráticas que no propician la creatividad.
Vaguedad y estereotipos
Mas la vida puede ser también tranquila para el profesor universit4rio, explica Garrido: cada, curso académico ha de partir de cero, y- cuando los estudiantes comienzan a saber algo de la materia, lo que abriría perspectivas interesantes, se acaba el curso. Según Pollán, la muy escasa práctica de comentario en profundidad de las obras en la Universidad hace que la docencia se limite a la repetición de "los estereotipos a los que las varias historias de la filosofía han reducido a los autores". En ello incide la ausencia de buenas ediciones de los pensadores clásicos y la escasez de traducciones fieles desde la lengua original.
Pese a ello, el trabajo del profesor tiene el interés de una relativa vaguedad, a diferencia de la del investigador por encargo, qué ha. de entregar resultados a corto plazo. En la ventaja del tiempo libre que, pese a todo, disfruta el profesor universitario, coincide Tomás Pollán.
Junto a otras limitaciones, Pollán subraya en las del estudiante español de filosofía un desconocimiento de lenguas -no sólo las vivas-, la escasa práctica del comentario exhaustivo del texto clásico y la casi inexistencia de programas interdisciplinarios.
Mosterírí ha conseguido algo en. su departamento barcelonés, al poder convocar a él, a profesores de ciencias, "Creo que es mejor estar en la Universidad que no estar", dice Mosterín. "Si se tienen buenos colaboradores y alumnos, ello crea un proceso de intercambio que enriquece: mis alumnos me pueden advertir de que estoy diciendo una tontería".
Pollán recuerda que el antropólogo Lévi-Strauss, aparte de algunos seminarios, sólo dicta al año una docena de clases, pues eso es todo lo que tiene que decir de realmente novedoso.
Inundado por el teléfono
Fernando Savater pertenece a esa categoría de intelectuales martirizados por el teléfono. En una conversación de una hora, en su casa repleta de rastros, suena en tres ocasiones y las tres por motivos de intendencia: que para cuándo ese artículo; que si puede dictar tal conferencia; que el motorista llegará a las cinco. En su piso madrileño, trepado en una octava planta sobre casas más bajas, se amontonan los libros de inminente lectura y los manuscritos expulsados de un armario por una inundación.Basta leerle para saber que Savater elude pocas cosas. Sus semanas le llegan para dar clase de ética en la universidad donostiarra de Zorroaga y para asistir a las carreras de caballos; sobre ellas mantiene conversaciones, de experto con su hijo. Viaja lo suyo y aprovecha los aviones para poner al día su correspondencia. Ha escrito sobre cine, frecuenta al parecer a mucha gente, y puede hablar de Stevenson hasta las notas a pie de página. Nadie, ni siquiera sus detractores, niega que ha leído lo que pocos.
Lo consigue, como sería deducible, con poco sueño, el conocimiento de sus ritmos biológicos y gran disciplina. "No entiendo cómo alguien que quiere hacer algo no lo hace", comenta. También se asombra de que puedan hacer algo quienes duermen mucho y andan despacio". Sabe que le bastan cinco horas de sueño por la noche, pero que necesita una siesta de una hora. En el extranjero no siempre es fácil.
No aspira, como pensador, a construir un Gran Sistema, y entre Kant y Voltaire prefiere al segundo. "No tengo ninguna vocación de inmortalidad", dice, y entre un adjetivo preciso y, uno menos preciso pero más bonito, escoge éste. "Disfruto haciendo frases", dice, "me gusta el placer sensual de las palabras".
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.