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Tribuna:LA INVESTIGACIÓN CERCADA
Tribuna
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Las becas, los becados y los becadores

Una de las tareas que la cultura española tiene por delante es el desarrollo de la investigación. Hasta el más obtuso de los funcionarios admite este lugar común. Investigar, en una sociedad desarrollada o semidesarrollada, significa elaboración y sistematización de información, instrumentos e instalaciones técnicas que las faciliten, y significa también organización; o sea, una burocracia eficiente. Investigación quiere decir, al mismo tiempo, espacio abierto a iniciativas individuales; o sea, creatividad, una espontaneidad que las instituciones o fundaciones destinadas a la investigación no pueden impulsar por sus mismas, condiciones de existencia, pero deben o deberían garantizar. En el caso ideal de una organización transparente de la investigación, estas condiciones son naturalmente contradictorias e inevitablemente conflictivas. Un funcionamiento idóneo de las instituciones responsables debería plantear estos conflictos como su condición preliminar. No es éste el caso.El apoyo a la investigación está respaldado básicamente o bien por las propias universidades, y en relación estrecha con las tareas de la enseñanza, o en fundaciones independientes. Me ceñiré a un marco específico: el de la investigación en las áreas de las humanidades, por emplear un término burocráticamente aborrecido. Se trata de un área no vinculada a criterios de rentabilidad económica inmediata: su proyección institucional tiene por requisito, por consiguiente, una relativa amplitud de miras. Está relacionada con la tecnología y la industria, como por ejemplo la lingüística o la teoría del diseño, pero tiene directas repercusiones en la esfera de la cultura, la sociedad o la simple vida humana, como la arquitectura. Es, por tanto, un, terreno especialmente resbaladizo y polémico. Sus administradores debieran tener por condición la mayor sensibilidad cultural. Tampoco éste es el caso.

De las dos instituciones señaladas, la primera -o sea, las universidades- no merece la pena mencionarse. Por lo menos en el área de las ciencias humanas la enseñanza superior en España está básicamente disociada de la investigación. Esta afirmación no requiere mayores argumentos. Los interesados lo saben; mejor dicho, lo sufren. Basta una ojeada al modelo típico de exámenes de graduación o memorias de habilitación. Pero amén de esta característica intelectual, pesa sobre nuestras espaldas el duro lastre de la burocracia. En una sola frase: el sistema de ayudas, becas, bolsas y afines de la universidad española es antes un instrumento jerárquico de sumisión, control y manipulación que un medio de investigación.

En la cúspide de los órganos competentes se encumbran, por una especie de ley natural, los más astutos administrativamente hablando, no los más eficientes desde un punto de vista intelectual o científico. Su fundamental interés es su supervivencia como poder. Y lo que más amenaza su encumbramiento es el desarrollo de una fuerza de trabajo intelectual y científico que por su sola existencia cuestionaría su ineficiencia o su ignorancia.

Cotos cerrados

Los órganos interesados en el desarrollo de la investigación están interesados en cualquier cosa menos en el desarrollo de un conocimiento que rápidamente se les escaparía de las manos. Bajo esta lógica, los órganos gestores de la investigación, que la vieja Administración llamaba cátedras y la nueva denomina áreas, se constituyen en verdaderos cotos cerrados de una mediocridad autorreproductiva. En ellos todo huele a corrupción, a hipocresía, al adocenamiento, no en último lugar a la envidia; en fin, la tediosa miseria humana. Uno de los secretos para conseguir un espacio intelectual y económico de trabajo en la Universidad española es esconder a tiempo el propio talento o carecerlo por entero.

El otro gran capítulo lo abren las fundaciones culturales independientes. Siempre recaen, directa o indirectamente, sobre bancos. Uno soñaría de buen grado en la eficiencia racional del dinero aplicada al desarrollo de la inteligencia. Y acariciaría de buen grado el frío principio de la competencia elevada a la altura de las formas del espíritu. En las fundaciones existe, es cierto, un mayor rigor formal. Las investigaciones tienen que fundarse con proyectos bien argumentados, un requisito que las nebulosas universitarias obvian por la simple descripción de un título. El papeleo de las instituciones bancarias posee el agradable resplandor de la objetividad y la precisión. Su trato incluso no se exime, como es el caso de las universidades y ministerios, de algunas normas simples de elegancia, como la de responder a las cartas. Pero por lo demás funciona también como un sistema de selección invertida. La transparencia de estas fundaciones comienza y acaba en las salas de sus secretarias. Lo mismo que las universidades, su apoyo a la investigación carece de objetivos y de principios, no poseen un proyecto cultural definido y están sometidos a las mismas tribulaciones de amiguismos, envidias y venganzas.

Como es lógico, nunca he recibido una sola beca española. El motivo real era siempre el haber publicado unos libros, y algunos traducidos. Para el dominante juste milieu académico eso es más que una amenaza. Recientemente, cuando me dirigí a una respetada institución bancaria y, con el mismo éxito, pedí lo que se llaman explicaciones. El responsable me dijo literalmente que daba las becas a quien le daba la gana. Y como en las malas películas, poco después ascendió a un alto cargo público. Siempre he tenido el displacer de encontrarme luego con la triunfante canalla: mentes de oficinistas y de subalternos que recibían las becas a título de prebendas, y las prebendas a título de sumisión y de somnolencia.

Sobre la importancia de la investigación ya dijo el padre Feijoo hace dos siglos muy actuales palabras. Entre tanto, lo que se ha realizado en las humanidades es respetable, pero respetablemente parco. Las personas capaces hoy de estimular, dirigir o realizar investigación en este terreno y en España son contadas. Las instituciones destinadas a subvencionarlas ni apuntan caminos nuevos ni mejores horizontes.

Eduardo Subirats es profesor de Sociología del Conocimiento de la UNED.

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