_
_
_
_
Tribuna:UN VIAJE EUROPEO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El destino de Europa

¡Triste es tu destino, Europa! Hiciste el mundo moderno y hoy tiene amargor de invierno lo que te queda en la copa.Pese a lo que se ha escrito y se habla de Europa, sus límites, su entidad, su propio ser, siguen siendo difusos e imprecisos. Creo, sin embargo, que, para lo que intento aquí, mi idea de Europa -vana pretensión tal vez es suponer que se tiene idea de algo- no habrá de diferir en exceso de la que la opinión generalmente vigente entre quienes se preocupan de lo europeo utiliza como tal: Europa es geografía y espíritu; geografía, la tierra continental e insular comprendida entre la Unión Soviética y el Atlántico con su apéndice mediterráneo; espíritu, lo que sobre esa tierra alienta con valor práctico de la cultura, la tradición y la historia. Esta definición, sobremanera restringida y densa, supone -o suscita, ¡quién sabe!- el concepto de unidad. Europa, medida con esos parámetros de materia y espíritu, es una. El que no sea ni haya sido nunca una en lo político no menoscaba seriamente aquella idea de Europa.

Tampoco conmueve preocupantemente ésta el que hoy, ideológicamente -aunque en lo político tan sólo-, se admita con naturalidad la existencia de dos Europas. Si se acepta todo esto sin fuerte objeción será factible sentar el fundamento y partir de esa base para razonar lo que sigue: de que Europa es un ente histórico.

Yo no sé si ese ente histórico, esa Europa, tiene conciencia clara de la peculiaridad del momento que está viviendo el mundo desde 1948. Una vez más, pero ahora con dimensiones globales, se está representando en la escena de la historia el drama dialéctico, geopolítico y geoestratégico, del mar contra la tierra, cuyos personajes son Estados Unidos y la Unión Soviética. Antaño se jugó el mismo drama más veces, pero en pequeño.

Comparsa

Los personajes casi siempre eran europeos. Hoy, alteración radical, Europa es comparsa, no protagonista -pese a que en toda o en parte de ella se actúe como si también le hubiera tocado en el reparto papel principal-, y asiste, por ello acaso, sin gran interés a la representación, con velado escepticismo en el fondo de su alma, porque intuye que su influencia en el azar lúdico es escasa y recela -por consecuencia acaso de tal menoscabo- que si no es ella misma lo que está en juego para los dos poderosos, ya que el juego no es en dramas de esta altura, sino el dominio -y en este caso, el dominio del mundo-, viene a ser al menos parte sustancial del botín en que concluya la contienda. Estados Unidos y la Unión Soviética, buscando el dominio mundial a impulsos sin duda de un enigmático e, insentido determinismo histórico, se están jugando en ello cada una su destino, y no directa y precisamente el de Europa, por mucho que lo imaginemos los europeos. Lo que acontece -y ahí es donde probablemente está la razón serninal del escepticismo de la vieja dama europea- es que Europa presiente que, al final de la pugna -que algún día habrá de resolverse, por mucho que se escondan bajo el ala del irenismo cabezas que no quieren creerlo-, ella misma habrá de ser presa de quien la gane.

El escepticismo, normalmente alentando hundido, sale circunstancialmente a superficie en momentos críticos -en las llamadas crisis de política exterior- vestido con ropajes de fricciones o diferencias diplomáticas. Ambas Europas emiten, sin querer acaso, señales semejantes cuando respectivamente rozan con sus amos o difieren de sus opiniones. Como tras las crisis suelen mantenerse las prelaciones de influencia política -si no incrementarse- aunque las frases de los comunicados oficiales pretendan acordes armoniosos, el escepticisrio se reafirma y crece tras la decepcion mas o menos disimulada. El fenómeno podría analizarse aún entre los registros y saberes no registrados de casos como, para el Oeste, los de Suez, el de los recelos de De Gaulle, el de los múltiples problemas de la Alianza Atlántica, el casi de hoy centrado en la Iniciativa de Defensa Estratégica, con el que Europa occidental presiente un abandono por parte de su poderoso ante el otro, y para el Este, como los, de Albania, Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y algunos más que hasta ignoremos aquí. Este escepticismo -que, como todo sentimiento de ese orden, alberga un grano de despreocupación y apartamiento de lo que lo excita- puele convertirse fácilmente en indiferentismo si acaba exacerbándose en el correr de tantas pruebas. El indiferentismo, empero, es asignatura recomendadarnente imposible en los programas políticos de los pueblos, porque es uno de los peores males que pueden afectar a una nación o a un ente histórico. Sin embargo, no faltan ejemplos en el pasado -para mí al menos- en los que se puede comprobar que el mal temido prendió en sociedades históricas y dio al traste con todos o muchos de los valores que las animaban y sostenían. En casos, las sociedades han muerto; en casos han sobrevivido. Siempre, empero, los daños han sido gravísimos en la materia y en el espíritu. España misma, marginalmente sea dicho, ha contraído otrora la enfermedad vitanda,aunque... Pero hay que volver a la calzada central.

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Indiferencia

El escepticismo aboca, en efecto, a la indiferencia; pero si se excita aquél en exceso y se huye de ésta por conciencia de su imparable gravedad se corre el riesgo, serio también sin duda alguna, de dar en el pesimismo. Del escepticismo al pesimismo hay pocos pasos. Mi impresión es que Europa ha dado ya varios de ellos. En lo estratégico, para empezar, la Europa atlántica refleja, en cuanto le corresponde, el pesimismo estratégico de Occidente, sentimiento este que tiene probablemente su origen en el eufemístico fariseísmo en el que las modernas democracias arropan su pensar, su preparar y su proclamado posible hacer la guerra. La estrategia occidental es en general más bien contraestategia, porque está dando la impresión de estar concebida y estructurada sobre concepción errónea de los principios de la iniciativa y del primer objetivo -para mí, filosóficamente, son ambos uno solo- al preparar la maniobra y la acción en función no de lo que se deba hacer de un lado para lograr el objetivo, sino de lo que vaya a hacer el otro, el oponente, para conseguir el suyo. Por otra parte, y en lo menos general ya, el pesimismo europeer atlántico se subraya ante la controversia en el seno de la Alianza -adonde llega por extensión de las divergencias conceptuales de los estrategas de la nación poderosa en ella: Estados Unidos- sobre si, siendo la URSS la encarnación de la tierra, hay que vencerla en tierra -en Europa-, o si, siendo Estados Unidos, la Alianza, la materialización del mar, deben fortalecerse a sí mismos de forma que sea en la mar donde se le contenga y constituya la mar la base desde la que proyecte sobre el enemigola potencia de su ataque. La Europa occidental está casi de lleno en el pesimismo estratégico. La Europa oriental, impedida, según dicen, de pensar y de hacer en lo estratégico de no ser al dictado, se debe debatir entre un indiferentismo pesimista y un pesimismo indiferente. De cualquier modo, son sombríos los tonos del actual ropaje estratégico-mental de Europa.

En lo económico -entiéndase englobado aquí el complejísimo mundo de las finanzas, la industria y el comercio- no parece darse Europa a un optimismo ilusionado. La desproporción existente en ese orden entre poderoso y satélites -creciente, aunque, lentamente, sea desde las respectivas recuperaciones europeas de la posguerra- está convenciendo a Europa de que su identidad declina y de que, en consecuencia, su dependencia de quien "puede" realmente en este conflictivo campo va a verse en breve rayando en la servidumbre. Los menos pesimistas ven relativa solución a la inminente esclavitud en la práctica unión de las llamadas potencias industriales de Europa, aspiración, por otra parte, sólo factible y de cierto interés en Occidente. Mas esa unión tan proclamada, tan deseada al exterior, tan entrevista como posible desde principios de siglo hasta incluso poco después de la II Guerra Mundial, está tomando ya cartas de naturaleza en los paraísos de la utopía.

De un lado, el partidismo europeo, el egoísmo nacional, parece haber vuelto en la práctica a valores temperamentales del siglo XIX, y por el otro se detectan síntomas de que parte de la riqueza europea -poca en sí, comparada con la del correspondiente padrino- está pasando a manos transatlánticas o a cofres ultrauralinos. La decepción es seria; el pesimismo llega.

Campanas

En lo del espíritu aplicado -arte, cultura, impulsos creativos de ese orden, ciencia teórica incluso- no está siendo Europa lo que era. Comparativamente, no hay, en efecto, razón suficiente para lanzar aún las campanas al lúgubre doblar. La evasión de cabezas continúa -si bien ahora no está el atractivo para el genio en ciernes, adormecido por el canto de sirena de lo joven, de lo nuevo, de lo prometedor, ya que adopta-, las formas armónicas del sonoro tintineo plutónico-, pero ello no agota, con todo, las posibilidades europeas.

Sí es bien evidente, en cambio, el.remitir del valor cultural -arte, ciencia, pensamiento- hoy producido por Europa. Ya la Escuela de Viena -las escuelas, así en lo melódico como en lo filosófico- expresaba desconcierto y perdición, metas oscuras y rumbos inciertos. Con Heidegger acaso huyera la metafísica tras su fugaz palingenesia de principios de siglo.

En los premios afamados dominan los apellidos transatlánticos o tal vez transatlanticanizados... Pero... Este pero consolador cabe aún aquí en algún modo, pero -y éste ya no anima tanto- la trayectoria del alma europea, su curva matemática, acusa signos negativos en su derivada. Europa parece estar pasando su punto de inflexión hacia lo menos.

¿Será que Europa está perdiendo la fe en sí misma? Quien tal dijera pruebas daría de estar sobando una vez más el más manoseado de los tópicos. Europa no ha necesitado nunca en su historia esa huera convicción de creer en sí misma.

En lo que ha creído, si acaso, ha sido en sus suficientes posibilidades -en cuanto a efecto de potencia... material-, a falta de peligros serios a sus puertas o de amenazadores enemigos poderosos, pues cuando los ha habido -los turcos, la Rusia del siglo XVIII hasta la de Stalin; no tan serios aquellos peligros ni tan poderosos comparativamente los enemigos- ha sabido, quien mandara en Europa -el imperio y los Austrias de España, primero, e Inglaterra, después-, hacer frente a la realidad y salir con cierta airosidad del paso.

El enemigo ahora -digamos, sin eufemismos farisaicos, los enemigos- es sobremanera poderoso, en absoluto y en comparación con lo europeo.. desde donde sale el sol hasta el ocaso. Pero ¿sabe Europa lo que le pasa? ¿Percibe su indiferencia cósmica, su escepticismo, su pesimismo? Y si lo sabe y lo percibe, ¿está en la suficiente certeza teleológica?

Si se me permite la propia opinión, yo diría que Europa no sabe bien lo que le pasa y que, a quien le aconsejara que analizara sus sentires negativos porque tal vez sin saberlo andaba bordeando el pernicioso pesimismo, le contestaría, puede ser que hasta sonriendo, lo que los griegos a Pablo de Tarso en el Areópago: ya te oíremos otro día.

Eliseo Álvarez-Arenases capitán general de la Zona Marítima del Cantábrico.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_