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ESCÁNDALO EN WASHINGTON

El idilio de la Prensa con la Casa Blanca toca a su fin

Cientos de periodistas norteamericanos buscan el Pulitzer en el Irangate

Francisco G. Basterra

"No me había divertido tanto desde el Watergate", ha afirmado supuestamente Ben Bradlee, el director de The Washington Post, refiriéndose a la actividad investigadora de su periódico -el que acabó con la presidencia de Richard Nixon-, en relación con el escándalo Irangate, que azota a la Casa Blanca de Ronald Reagan. Centenares de periodistas en todo el país han recibido una inyección de adrenalina y tratan de conseguir el Premio Pulitzer, el primer galardón periodístico, a través de la mejor cobertura de la crisis política más importante vivida en Estados Unidos desde hace 12 años.

El Congreso está utilizando las revelaciones de los periódicos para ahondar en su investiga ción. Pero para muchos norteamericanos, -por supuesto para la Administración y los sectore más conservadores-, la frase de Bradlee demuestra que la Prensa no va a por los hechos solamente, sino que su objetivo es acabar con un presidente honrado y popular. The Washington Post, el primer diario que sintió la impor tancia de la historia, tiene a un equipo especial de 12 reporteros investigadores indagando el escándalo. The New York Times cogió tarde el hilo del escándalo, pero está ya funcionando a toda máquina, tras unas semanas de ir a la zaga del Post.Este celo repentino sorprende a algunos observadores, que se preguntan cómo hasta ahora una Prensa tan poderosa se había de jado dominar, incluso manipular en ocasiones, mediante la política de filtraciones exclusivas de la Casa Blanca de Ronald Reagan, la más hábil de los últimos tiempos en dirigir a la Prensa. Los medios de comunicación norte americanos aceptaron la política de desinformación de la presi dencia sobre Libia, y han tragado, sin excesivas preguntas, las campañas de propaganda sobre Nicaragua y Granada.

La vuelta de Woodward.

Los diarios Los Angeles Times y Miami Herald, dos de los mejores del país, consiguen también casi diariamente exclusivas sobre el Irangate. Pero los pequeños tampoco se quedan atrás. El modesto Lowell Sun, de Massachusetts, de 65.000 ejemplares de difusión, ha tenido de cabeza durante una semana a los grandes, con una historia, obra de su único corresponsal en Washington, Tom Squitieri, que aseguraba que cinco millones de dólares (unos 700 millones de pesetas) de la conexión iraní fueron desviadas a campañas políticas internas en EE UU. La historia no ha podido ser confirmada. El abuso de fuentes no identificadas por su nombre y citadas como "fidedignas", "próxirnas a la investigación", "altos cargos de la Casa Blanca" o "bien informadas", es una de las características de la cobertura del escándalo. Lo mismo ocurrió en el Watergate, pero los reporteros defienden la necesidad de esta práctica para proteger sus fuentes.

Bob Woodward, quien, junto con Carl Bernstein, tiró del hilo del Watergate, y consiguió el Pulitzer, dirige ahora, con 43 años, el equipo de The Washington Post, pero actúa también como reportero. Asegura que esto no es igual que el Watergate, pero sus historias exclusivas, que ahondan especialmente en el papel de la Agencia Central -de Inteligencia (CIA), han merecido varias primeras páginas, con títulos a toda plana en el periódico. Woodward, uno de los 14 directores adjuntos del periódico, está a punto de publicar un libro sobre William Casey, director de la CIA. Las tres pr'ncipales cadenas de televisión llevan semanas dedicando entre un 40% y un 65% de su tiempo de información a la crisis, que dramatizan cada noche en sus telediarios y en innumerables programas especiales, algunos, con títulos tan llamativos como el emitido el pasado jueves por la ABC: Una política exterior de añagazas, engaños y desinformación.

El artificial idilio mantenido durante seis años entre los medios de comunicación norteamericanos y el presidente, a quien han tratado con singular guante blanco, por considerar imposible ir contra un presidente popular, ha concluido. Hasta ahora, el país no quería escuchar las malas noticias sobre el presidente, y raramente se publicaban. La reacción cuando aparecían era decir: "¿Y qué importaT'.

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El Ejecutivo no ha dudado durante este tiempo en acosar a la Prensa y tratar de limitar su capacidad de acción lanzando al FBI contra los funcionarios que filtraban las noticias que no quería la Casa Blanca o -como han hecho el director de la CIA, o el jefe del- Pentágono, Caspar Weinberger- amenazando con procesamientos por historias que supuestamente ponían en peligro la seguridad nacional.

"Los periodistas somos muy poco agresivos cubriendo esta Administración, y la televisión no es agresiva en absoluto", afirmaba Jack Nelson, el jefe de la oficina de Los Angeles Times en Washinton, poco antes de que estallara la actual crisis. La Prensa capaz de hacer o deshacer presidentes parecía haber desaparecido hasta que un semanario de Beirut -no fueron los medios de comunicación de EE UU-, calificado por el presidente de el periodicucho", hizo saltar la chispa el pasado 3 de noviembre.

Pero las cosas han cambiado y la profesión parece haber despertado. Para los conservadores, como el director de comunicaciones de la Casa Blanca, Pat Buchanan, es una histeria que refleja sólo los prejuicios "liberales e izquierdistas" de los grandes diarios y cadenas de televisión norteamericanos, "que huelen la sangre". El propio presidente ya ha llamado "tiburones" a los periodistas e 1rresponsables" a los medios de comunicación. Tras su apariencia afable de anciano simpático al que se le puede perdonar todo, Ronald Reagan no ha ocultado nunca su desprecio por la Prensa, "esos hijos de puta", como -afirmó hace unos meses. En esto se diferencia poco de su predecesor Richard Nixon.

Verdadero desprecio

"Creo que existe un verdadero desprecio por la Prensa en esta Administración, que comienza por el escalón más alto", asegura Nelson, que se defiende, sin embargo, de la acusación de que los media estén ejerciendo ahora una revancha y un linchamiento del presidente. Para los críticos, la Prensa lo está pasando muy bien e ignora su responsabilidad. Juzga y condena antes de probar los hechos y actúa como tribunal. "El periodismo en Washington", dice Jody Powell, jefe de Prensa de Jimmy Carter, "suele ser mucho más duro con un presidente cuando cojea y sangra por la nariz que cuando está en la cima de su popularidad".

"Esto no es cierto", se defiende Helen Thomas, de la agencia United Press International (UPI). "Esta historia no ha sido creada por nosotros. Incluso llegamos tarde, y esto sería algo de lo que nos tendríamos que acusar. Ha sido la Casa Blanca quien la ha provocado. Nos limitamos a intentar sacar a la luz los hechos", añade. "Mis directores me han recomendado ecuanimidad y prudencia", asegura Jack Nelson. En la redacción de The Washington Post explican que se están conteniendo a la hora de titular las informaciones. Ni la Prensa ni la clase política quieren acabar realmente con Reagan.

El director del influyente semanario político The New Republic, Michael Kinsley, ha provocado a la Casa Blanca y a sus defensores, al afirmar que el escándalo es una causa de "regocijo" y que no hay que ocultarlo. "Lo único malo de lo que está ocurriendo es que nos dicen que debemos vivirlo poniendo cara grave de funeral. No hay necesidad de estar tristes. Los liberales y los que temían por su propia fe democrática pueden respirar tranquilos. El merecido castigo de Reagan es la'salvación de la democracia. Está claro que, después de todo, no se puede engañar a todo el mundo siempre. Secar esas lágrimas y repetir conmigo: Ja, ja, ja", afirma Kinsley.

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