Un aplauso antes del estreno
"Espero lo mejor y temo lo peor", decía Antonio Buero Vallejo una hora después de ganar el premio Cervantes de Literatura. Pero no se refería al premio, sino a su obra Lázaro en el laberinto, que se había de estrenar en Madrid cinco horas más tarde. Una coincidencia, "un cuento de hadas", decía, "que no se va a repetir en mi vida". Con esta obra, "preparo no sé si mi glorificación definitiva o mi sepelio", ironizaba.Sólo sus íntimos habrían podido ver ayer tarde cuál era el rastro de sus nervios, si lo había, porque a Buero no se le movía un músculo de su rostro de Quijote: profundas entradas, labios delgados y las ojeras de una antigua melancolía. "Sobrellevo tantas emociones con una fortaleza que a mí me pasma. No sé si esta noche dormiré bien, aunque barrunto que sí", dijo. Reconoció que la noche anterior apenas había dormido. Quedó la duda de si el autor de El concierto de San Ovidio duerme bien alguna vez.
Buero Vallejo sabía que era un candidato al premio con ciertas posibilidades -el único presentado por la Real Academia Española- mas no hizo "la menor presión o súplica" para obtenerlo, según dijo. Ayer no tenía proyectos específicos sobre esos 10 millones de pesetas, que de todas formas infunden "cierta tranquilidad" a alguien que, como él, vive en España "del bolígrafo". "Soy un hombre más bien medroso", confesó.
"No he tenido problemas económicos, pero sí inquietudes", decía Buero mientras dejaba apagar su pipa oscura alimentada con suave tabaco español. "El teatro puede dar saneadas sumas de dinero, pero es una actividad muy fluctuante. Siempre se está un poco con la inseguridad del futuro inmediato, o mediato. En otros países, un autor que haya estrenado lo que yo puede estar tumbado a la bartola". Y tras una pausa, "no me quejo, porque yo he vivido del teatro, y a veces decorosa, holgadamente".
El dramaturgo vive en un sexto piso de una de las calles más arterioscleróticas del barrio de Salamanca de Madrid. Los coches ya no circulan, se arrastran. A partir de las cuatro de la tarde, el teléfono amenazaba ayer con secuestrar al dramaturgo sin ni siquiera pedir rescate, hasta que decidió dejarlo descolgado. Y no fue ése un acto de soberbia, sino de cortesía para los periodistas que esperaban en el salón: una habitación cuadrada, con biblioteca hasta el techo, ceniceros de plata, un cuadro antiguo de Dalí, una litografía dedicada de Miró, retratos de Unamuno y de Miguel Hernández.
Buero Vallejo no acudió ayer a la sesión de los jueves de la Academia, y ése fue otro de los hechos extraordinarios de su vida, que hay que consignar para sus biógrafos. Porque si bien él se define como un vago, que sólo escribe una obra cada dos, tres años -"íne tomo unos parones descomunales", dice-, es de toda evidencia un castellano viejo. "Tengo cierto sentido de la responsabilidad", dice, "y en la Academia lo que se me encarga lo hago mejor que puedo".
Lo de castellano viejo viene además de que no es fácil reproducir por escrito la morosidad y precisión de su lenguaje, que él no parece apreciar: "¿Cree usted que hablo bien?", preguntó a un periodista. "No hablo más que mediocremente. Como muchísimos escritores, sólo procuro hablar con un mínimo de corrección".
El premio Cervantes recompensa la obra de una vida. Si Buero Vallejo hubiera tenido que abogar por la suya, ¿cuáles de sus obras habría empleado como argurrientos?. Enumera con rapidez: "En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio, El tragaluz, El sueño de la razón, La Fundación y, acaso, La detonación y Algo secreto".
Un clásico'
Alguien pregunta: "Se siente usted un clásico vivo, un autor consagrado?" El ganador de cuatro premios Nacionales, siete del Espectador y la Crítica, varios Leopoldo Cano, una medalla Valle-Inclán, un Lope de Vega, un Maite, un Foro Teatral, y más, y a quien por lo general no dejan satisfecho sus obras, responde: "Clásico vivo y autor consagrado son palabras que no digo que estén vacías, pero, examinadas desde un grado de exigencia interior, me parecen poco".
"He sufrido esa tentación, pero la reprimo vigorosamente". Buero se refiere a la tentación de cambiarse de género. "De vez en cuando me permito la osadía de escribir algo que se parece a un poerna", dice, "y alguna vez me atreví incluso a escribir un cuentecito". De esas tentaciones y atrevimientos ha quedado Marginalia, publicado no hace mucho. Y lo describe: una comedia no reeditada, un cuento breve y "la opera omnia" de su poesía: "No más de 20 poemas, que son los que he logrado segregar con trabajo a lo largo de treinta y tantos años".
Tiene sus limitaciones, Buero. A requerimiento de un cronista, dice no saber qué pueden pensar sus enemigos del franquismo: "Hay cosas para las que carezco de imaginación". En cuanto a los críticos, "tengo una carencia de opiniones que a veces me estremece", dice el autor de Diálogo secreto, cuyo protagonista es un crítico daltónico de arte. Fue una obra mal recibida por la crítica, se le recuerda. Y es la única vez que Buero acelera su respuesta: por cierta crítica, puntualiza, y ha sido una de las obras mejor recibidas por el público.
El estreno de Lázaro en el laberinto motiva preguntas a las que responde con elipsis. Parece preferir no adelantar nada. "¿Termina bienT', pregunta alguien que inmediatamente se corrige: "Es una broína". El autor le mira: "Sí, conmigo eso es una broma". Y sonríe vagamente.
Babelia
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