Sólo queda una salida para el 'rey' Ronald
Cada vez que el presidente Reagan se encuentra en pequeños aprietos, sus adversarios políticos se muestran encantados. Pero cuando se enfrenta a grandes problemas, como ocurre ahora, ello afecta a todo el mundo. Y también afecta a toda América.Pasé allí la mayor parte de noviembre, dando conferencias en 12 ciudades, de costa a costa. Gran parte de la gente con la que he tenido oportunidad de conversar no era partidaria de Reagan, pero en su mayoría se sentían preocupados por el alcance de sus problemas y por sus confusas respuestas ante éstos. Le contemplaban en la televisión con el deseo de que al fin esta vez se desenvolviera mejor. Pero no lo hizo así. Era como si se tratase de una pesadilla en la cual un hombre se cae lentamente por unas escaleras mientras el propio soñador (durmiente) recibe y padece cada golpe.
El horror de esta pesadilla concreta es que el personaje central ya había participado en anteriores pesadillas (Vietnam, Watergate, los rehenes de Teherán), pero desempeñando el papel de liberador. Ronald Reagan fue elegido presidente para dar un nuevo rumbo a América, pero hete aquí que, aparentemente, lo hizo volviendo al punto de partida.
En mi reciente visita recibí la impresión de la naturaleza de carácter monárquico de la presidencia americana y de su casi mágica vinculación con los ciudadanos. La salud del monarca y la salud del reino están en íntima relación. Si el monarca se conduce de forma extraña, como si estuviera enfermo, esto son malas noticias para todos sus súbditos, tanto si éstos le quieren como si no. Y en todas las ciudades que he visitado tuve la impresión de que la gente estaba un poco pálida porque su presidente se hallaba en dificultades.
Reagan se encontraba bien equipado para la presidencia, dado que podía representar el papel hasta la perfección. Pero precisamente por esto ha decepcionado a la gente. El más sincero de todos los buenos chicos ha roto las leyes relativas al sencillo pero poderoso teatro mediante el cual ha hecho su mandato presidencial comprensible y tranquilizador, vendiendo armas al más villano de los rufianes, el ayatollah Jomeini.
Las maniobras bajo cuerda (incluso han fallado este tipo de operaciones) hubieran podido ser condenadas, pero en cierto modo admitidas como una forma reaganesca de maniobrar. Si, por ejemplo, Oliver North hubiera sido sorprendido poniendo algo en el té de menta del ayatollah para provocar la caída de su barba... Pero lo excéntrico de la actual conducta de Reagan, así como el extraño distanciamiento del guión, Inquieta profundamente a la gente. Si ha sido capaz de hacer esto, sosteniendo lo contrario con aparente convicción, ¿qué no podrá hacer después?
Las explicaciones del presidente, tal como se han ido desarrollando, contienen los elementos de daño y profundidad de todo desastre. Si hubiera podido mantener la sencilla versión de que él estaba tratando solamente de rescatar a los rehenes, hubiera recibido una razonable y favorable credibilidad. Pero, por una razón u otra, no fue así. Es posible que a sus adversarios les pareciese demasiado inocente. O quizá resultaba peligrosamente cercano a lo que es, probablemente, la pura verdad: que él quería, por supuesto, rescatar a los rehenes, pero en una fecha específica, justo en el momento de inclinar la balanza para las elecciones de noviembre a favor de los republicanos. Y esto se aproximaba de forma alarmante a los motivos del Watergate.
Increíble
En cualquier caso, Reagan cambió su versión proclamando que el motivo real que dio lugar a la venta de armas era el de influir en la sucesión de Jomeini. Dos cosas no encajaban con el argumento. En primer lugar, era totalmente increíble. La idea de que un puñado de ayudas del reaganismo agrupadas en torno a Teherán pudieran influenciar el liderazgo en Irán de los musulmanes integristas es algo tan poco probable como el que una delegación de clérigos shíies se desplace a América con el propósito de influir en la próxima convención republicana en favor de George Bush.
Esta explicación resulta demasiado inteligente. De Reagan no se espera que sea inteligente. Se espera que sea sencillamente sincero y consistente. La idea de que súbitamente haya abandonado la honestidad y la consistencia para hacerse con la inteligencia no resulta nada atractiva, y menos aún cuando esa especial inteligencia se convierte en un desastre.
El nombramiento de Frank Carlucci como asesor de Seguridad Nacional tuvo una buena acogida y ha tranquilizado a los amigos de América y a los aliados. Pero difícilmente puede resultar tranquilizante para el propio presidente, dado que muchos interpretan esto en el sentido de "yo no he hecho nada malo, y con esta medida garantizo que nunca más lo volveré a hacer". Porque lo que evidentemente trasciende al público a través del histcrial de Carlucci es que no parece ser el tipo de hombre que pueda ser arrastrado a realizar operaciones secretas como estas relacionadas con Irán.
Intrusiones
El nombramiento parece contar con la aprobación de George Shultz, el secretario de Estado, quien, a su vez, ha hecho saber su fuerte oposición a las intrusiones de Reagan en teinas de política exterior. Un pcrtavoz del Departamento de Estado acogió el nombramiento en el característico lenguaje de este Gobierno obsesionado con Hollywood: "Si ustedes estuvieran en la central de repartos, no hubieran podido encontrar mejor director para el Consejo de Seguridad Nacional.
La continuidad de Shultz y el nombramiento de Carlucci hacen presumir que Reagan jugará un papel con menos intromisiones en el terreno de la política exterior o de la seguridad. Está claro que Reagan tiene la potestad, en el ejercicio de sus poderes, de cesar a Shultz o a Carlucci, o incluso a ambos, en cualquier momento. Pero si lo hiciera así, aún descendería más en popularidad y se encontraría en peor situación ante el Congreso. El sabe que, pese a lo mal que están las cosas actualmente, aún se presentarán mucho peor en enero, cuando los demócratas ocupen la presidencia de los comités del Senado.
Hasta ahora Reagan ha sido capaz, en repetidas ocasiones, de intimidar al Congreso, arrollando a sus adversarios con su personal y casi mágico carisma. Pero al abandonar el personaje, parece que gran parte de todo ello se ha esfumado. Y además, aparte de su propio fallo, sus colaboradores más próximos presentan un aspecto sospechoso. Oliver North, a quien Reagan proclamó como héroe nacional (justo después de haberle destituido) al objeto de evitar el verse implicado, ha invocado unas 40 veces la Fifth Amendment (quinta enmienda), cosa que la mentalidad americana relaciona con los rebeldes, rojos, traidores y demás rufianes. Hay una novela del género criminal en la que el personaje del villano recibe el apodo de Fifth, debido a la frecuencia con la que dicho protagonista se ha valido de su amparo. Cuando el héroe nacional de Ronald Reagan se acoge a la Fifth 40 veces seguidas, el olor de que algo raro se está cocinando en la Casa Blanca se hace más fuerte.
El Watergate fue peor que todo lo que hasta ahora le haya ocurrido a Reagan o de lo que parece probable que pueda ocurrirle. Sin embargo, yo personalmente sospecho que Reagan sufre de una manera más profunda lo que le ha sucedido de lo que Nixon nunca sintió.
A un actor le encanta que le quieran, y Reagan, situado en la cumbre, fue amado enormemente por la más amplia audiencia que existe en el centro del mayor espectáculo de la tierra. Por todo ello el hecho de causar tan amarga sensación al comienzo del último acto debe de ser una experiencia frustrante. No es de extrañar que hable de "amarga hiel" en su boca o que se encolerice con los "tiburones que dan vueltas en torno" que han olfateado sangre.
Si en los viejos tiempos la central de reparto hubiera tenido que asignar el papel de Rey Lear, hubiera sido poco probable que se lo hubieran ofrecido a Reagan. El propio Reagan lo hubiera rechazado, de haberle sido ofrecido. Pero ahora parece que ya no le queda otro papel para representar.
Políticamente hablando, lo que está ocurriendo en Washington es bastante saludable. Es bueno que un Gobierno del espectáculo pueda caer en el descrédito, que algún vaquero se vea forzado a abandonar la escena, que el papel de la ley resulte reforzado. La caída de Reagan es la mejor ganancia para su país que cualquier otra habida bajo su mandato. Pero resulta imposible negar algo de compasión al hombre que está padeciendo el desastre.
El viejo actor debe saber ahora, al sufrirlo en su propia carne, que no hay forma digna en que pueda caer sobre él el telón, salvo muriendo en el desempeño de su cargo. Así habría un gran funeral, se repondrían las primeras felices escenas y sería un perfecto papel para Nancy. Y yo creo que también la gente quiere un espectáculo de funeral. Al pueblo le gusta que su rey sepa cuál es el momento de morir y que su amado actor conozca que ha llegado la hora de dejar la escena.
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