Contra toda esperanza
Hace dos años y medio Gabriel Celaya recibía un fervoroso homenaje de sus amigos y admiradores en un viejo y taurino hotel madrileño, con motivo de cumplir sus bodas de oro con la poesía. Pero seis meses después declaraba en San Sebastián, en otro homenaje similar, que ya no le quedaba otra cosa que hacer que volver a su tierra para mejor morir."Como los toros heridos de muerte que buscan un terreno favorable donde entregar su vida, mi ilusión ahora es venir a morir a San Sebastián; me siento cansado y viejo", dijo mirando hacia Amparo Gastón, Amparitxu, la mujer que no ha dejado de compartir su vida y poesía durante 40 años, y con la que se casó hace cuatro, por si alguien ponía en duda su hondo sentido de la fidelidad.
¿Cansado el poeta Gabriel Celaya? ¿Cansado este hombre que siempre ha vivido con la risa en los labios y los ojos humedecidos, desde que el mundo es mundo y la poesía existe?
Es posible que así se sintiera, traspasados ya los 70 años, eterno candidato a todos los premios que en España han sido desde la muerte del dictador. Eterno finalista, eternamente citado, eternamente leído pero escasamente reconocido en estos años de libertad, todo hay que decirlo.
Pero estos son tiempos duros y crueles, años de consumo y feroz competencia, donde quienes estrenan esta libertad caída del cielo olvidan con frecuencia a quienes más lucharon por ella, a quienes mucho se les debe.
Cuando Gabriel Celaya triunfó -en la vida, ya que no en la poesía, donde su triunfo le había precedido mucho antes- vio con melancolía cómo el triunfo se le escapaba de las manos. Desde el Premio de la Crítica que obtuviera en el año 1956, el incansable escritor Gabriel Celaya no había obtenido premio alguno en su propio país.
El mercado
La poesía social, con la que tanto y tan injustificadamente se le ha identificado, ya había pasado de moda, y comenzaban los años de la oferta y la demanda, de la publicidad y el mercado, de las palabras que sueñan con el lujo ilusorio de serlo de verdad. Otros -Blas de Otero- se quedaron por el camino; los más siguen esperando, bien en silencio -como José Hierro, apenas rescatado por el Premio Príncipe de Asturias-, bien poblando de rumores esa sinfonía desconcertante de palabras en subasta. Gabriel Celaya lo supo el primero.
Escribía mucho, sin parar, acaso demasiado; su obra se compone de casi un centenar de volúmenes entre la poesía, el ensayo, la narrativa, y hasta algún que otro intento teatral, sin olvidar sus canciones.
Cada vez que terminaba un libro solía ser el primero que veía sus defectos, y volvía a escribir otro aprisa y corriendo para corregir el anterior. ¿Cómo detener a las palabras? Gabriel Celaya -Rafael Múgica, Juan de Lecea- es un torrente, una esperanza mantenida siempre enhiesta, una sonrisa en medio del dolor, un grito de alarma que se parece extrañamente a un canto de amor.
Fue superrealista en sus principios, y de hecho no dejó de serlo nunca del todo, como lo muestran algunos de sus experimentos poéticos finales. Existencialista vagamente justiciero después, social y colectivo casi siempre, hasta en sus ejercicios más individualistas -su prosa, siempre a revisar, de Tentativas y Lázaro calla a Memorias inmemoriales, así lo muestra-, en los últimos años nos ha asombrado con excursiones modernistas y simbolistas de la mejor factura.
Ya sé que los títulos que le hicieron, famoso fueron los de su poesía social y política, Las cartas boca arriba, Cantos iberos o De claro en claro. Fue uno de los primeros en rescatar al maestro Aleixandre, en Cantata en Aleixandre; pero nunca dejó de cultivar la forma y el juego, la experimentación añadida a la experiencia: Lírica de cámara, Operaciones poéticas, o esos espléndidos Penúltimos poemas, que a un joven poeta le hizo recordar de repente que también Celaya había traducido a Rilke en su primera juventud.
Un mundo entero
De hecho, la obra entera de Gabriel Celaya es un mundo entero, con sus paisajes, tipos, personajes y ritmos tribales, que va del lamento a la explosión de amor de la vindicta a la protesta, de la exaltación a la plegaria: es un mundo sin dioses, pero repleto de valores, donde los hombres los representan y se autorrepresentan a la vez, en sus episodios heroicos y cómicos, nacionales o no, en sus materiales y sus sentimientos, en sus vicios y sus virtudes.
Amor a la palabra
En la poesía de Gabriel Celeya hay para todo, partiendo siempre de lo primero, el amor desmedi do a la palabra, a la palabra desbordada e incesante que fluye sin parar porque jamás podrá detenerse.
Nadie ha podido hasta la fecha con Gabriel Celaya, ni la persecución durante la dictadura -pobre censura, que tantas y tantas veces se cebó de manera despiadada en su obra- ni el silencio o el menosprecio padecidos durante la democracia. Nadie podrá con él. Pues su fuerza nos llega con el ritmo y rumor de su respiración poética, pues Celaya escribe como vive, aunque en ocasiones duerma. Con la sonrisa en los labios, aun cuando se queje, pues nunca le abandonó la esperanza y ésa es sin duda su mejor lección.
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