La Iglesia católica, de Torquemada a Von Clausewitz / 1
Todo haría pensar en un endurecimiento romano, ya anunciado, que va a seguir su curso inapelable. En este artículo, el autor hace un análisis de la conducta actual de la Iglesia católica y elabora una crítica del sentido que tienen los viajes papales, que estos días conocen una nueva etapa: la región australiana. Algunos dudamos que los de Curran y Schillebeeckx sean los últimos procesos. Lo que parece cierto es que los marcajes estrechos se multiplican y las denuncias pueden estar a la orden del día. Cuantos conocimos la advertencia o el monitum en los años pasados queremos la conciliación y el encuentro mediante diálogos abiertos y sin cortapisas. La rendición a cualquier precio, en ningún campo parece de recibo.Hace 10 años que, en el vespertino francés Le Monde, 13 teólogos franceses -de ellos, siete dominicos- presentaban un Manifiesto de la libertad cristiana. Sus esperanzados puntos me han vuelto a servir de reflexión el pasado verano, y creo sinceramente que para su logro queda un vasto trecho por recorrer. Acaso a alguien le resulte fuerte hablar de derechos humanos en el interior de la Iglesia; yo le invito a reflexionar sobre la libertad de conciencia, de opción política, de investigación teológica, de profesión de fe, de suscitar comunidades nuevas, de orar y sobre el derecho responsable a disentir. Aquellos hermanos firmantes, de 1975 -Jacquemont, Quelquejeu, Jossua- nos ofrecieron un valiosó documento a estrenar. Y es que no parece serio tildar de minorías frívolas a colectivos quedan muestra de tanta seriedad como pujanza. Ladenominada "Iglesia del disenso" es muy otra cosa que una progresía malhumorada. Existen teólogos proclives al riesgo, pero no es menos cierto que el mundo eclesial de nuestros días se ve impelido al repliegue hacia los cuarteles de invierno. En una palabra, a no pocos creyentes les inunda el desasosiego.
Esta década nos hace vislumbrar, sin animosidad profética, varias constantes en la Iglesia católica, dos de las cuales van tomando cuerpo.
La primera, bautizada con el nombre de involución, ha provocado galernas y mares atemporalados. Sonó el toque de queda para Pohier, Schillebeeckx, Küng, Boff, Curran... Parece como si nos hubiésemos retrotraído en el tiempo, siglos.
La segunda, marcada por el liderazgo espiritual de Juan Pablo II y sus viajes apostólicos, que despiertan interés y la natural curiosidad, y que alguno juzga como "maniobras de distracción" vaticanas, siendo otros los problemas que nos acucian.
Poseemos datos significativos y cierta perspectiva histórica para hablar de repliegue intraeclesial. Huyo de deducciones precipitadas y de internis no juzgo, pero el Vaticano II marcó pautas doctrinales a las que seguimos sin asomarnos, y así como la evolución pastoral ha sido espléndida, resulta raquítica y enclenque en temas que permanecen con el cerrojazo echado (ecumenismo, papel de la mujer en la Iglesia, moral sexual, jurisprudencia matrimonial, estructura eclesial, monopolio de una liturgia universal, libertad de expresión, inculturación). ¿La impermeabilidad de amplios sectores eclesiales no parece dificultar un cambio evangélico ad intra antes de lanzar las campanas al vuelo de nuestro mundo? Las galernas desencadenadas contra teólogos punteros inquietan y pueden hacer zozobrar fuera bordas e incluso barcos de cabotaje. Nada fácil resulta agarrar el justo término medio que le permita al cristiano afirmar: "Estoy en la ortodoxia". Ortodoxia-heterodoxia, conceptos equidistantes, cada día más inasibles y equívocos. Ignoro si Róma llegará a suprimir la libertad en la investigación teológica; me consta que resulta fácil imponer orden mediante violencia espiritual.
Mi admirado hermano de hábito y excelente periodista Jean Pierre Manigne dijo que "el tiempo de la paciencia" -como se denominó el pontificado de Pablo VI- tocaba a su fin. No se equivocó. La Iglesia, salvo excepcionales periodos de crisis o renovación, casi siempre apostó por la denuncia de las tesis atrevidas frente a la enseñanza tradicional. Este es el caso de la Congregación de la Fe en nuestros días. Los inquisidores vuelven; quien se sienta en pie, mañana puede verse relegado al ostracismo. Los paladines del concilio, vapuleados hasta su ocaso vital (Chenu, Congar, Rahner, Háring), entregaron la antorcha a los septuagqnarios Schillebeeckx y Schoonenberg... Y quieries tomaron el relevo (Pohier, Duquoc, Küng, Geffré, Boff) sienten que la tormenta arrecia.
El caso Boff, desorbitado y humillante, habla por sí solo. La intolerancia sigue,- imponiendo suverdad a ultranza... Me da mucho miedo el miedo que aflora en los teólogos.
Lo dicho hasta aquí en modo alguno presupone que la opinión teológica pueda o deba confundirse con el sensus fidei del pueblo cristiano; como no cabe decidir el valor de una teología para la Iglesia por el recuento de firmas al pie de una proposición. Pero ¿cabe decidir a puerta cerrada, en un organismo extranjero y extraño a las preocupaciones y a la cultura de las iglesias locales, de las que pudieren surgir tesis debatibles? En casos semejantes la intervención de la autoridad contribuye firmemente a difundir ante la opinión pública una copia o remedo infinitamente menos fiel que el original de la doctrina misma que se pretendía corregir.
En las condiciones presentes de la cultura y la historia, la catolicidad de un pensamiento teológico (su compatibilidad con una tradición viva, su consonancia con la sensibilidad de los creyentes, el fundamento de sus referencias y la seriedad de su argumentación) dispensa de un fenómeno de asimilación o rechazo por parte de todo el pueblo cristiano.
Es necesario el debate eclesial sin amenazas. No es posible constatar realmente el pensamiento de un teólogo sino pronunciando su fe como él dice ser, arriesgándose con la palabra, no resguardándose bajo un decreto. Quienes nos solidarizamos con Pohier hace años, cuando fue encausado, afirmamos que reclamar la libertad para un teólogo sancionado no supone compartir sus tesis; supone reclamar un derecho inmarcesible, la libertad como bien indivisible. Libertad que también es contradecir con lealtad lo que parece incompatible con la fe, sin ver amenazada la propia argumentación con medidas disciplinares. Cualquier presagio de caza de brujas acarreará tristeza y pavor, inficionando y corrompiendo todas las fuentes, incluidas las de información. El miedo jamás ha abierto camino a la verdad.
Un Papa viajero
Los infatigables viajes de Juan Pablo II por África, Asia y Suramérica -y ahora por Australia- adquieren una visión peculiar. El exotismo de los continentes ofrece apuntes inéditos, cierto folclor y la clara manifestación de un Pontífice de personalidad arrolladora para las masas. No hay que cuestionar los viajes, sino, más bien, desentrañar su significación profunda. El sucesor de Pedro por Zaire o Colombia puede ayudar a renovar la sociedad, pero no basta quedarse con la curiosidad despertada en públicos dóciles ni enfatizar la fuerza sociopolítica de un catolicismo poco enraizado y escasamente comprometido. Si los viajes papales buscan la consolidación evangélica, ésta debe efectuarse mediante una reforma interior, doctrinal y vital. En este sentido, abrigo un temor que constituye la segunda constante a examinar: que el repliegue eclesial se acalle con un quehacer febril de una diplomacia vaticana siempre dispuesta a periplos apostólicos, fácilmente convertibles en maniobras de distracción.
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