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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Escombros sobre la guerra

ES DIFÍCIL describir las jornadas de horror que están viviendo, desde el viernes pasado, los habitantes de San Salvador. La repetición de los movimientos telúricos ha creado un clima de pavor entre las personas que han logrado salvarse. Millares de familias viven en las calles, y sufren hambre y sed, atemorizadas por el peligro de quedar sepultadas si se adentran en sus casas. A pesar de que la cifra de 100 muertos ha sido facilitada de fuentes oficiales, todos los testigos consideran que la verdadera es muy superior, y se habla de varios millares. Los heridos, mucho más numerosos, están en condiciones dramáticas por las carencias de los hospitales. Ante esta tragedia, ante el dolor y la sensación de impotencia por una catástrofe provocada por un fenómeno de la naturaleza, la única reacción es desear que se movilicen todos los esfuerzos posibles para salvar a muchas personas que sobreviven aún bajo los escombros y para disminuir los sufrimientos de los heridos y las familias sin hogar.Ante una adversidad de esas características existe la tentación de afirmar que se pone al descubierto la impotencia de la condición humana, aunque no sea del todo así. No cabe duda que existen, en países de avanzado desarrollo industrial, métodos de construcción que disminuyen considerablemente los efectos de los temblores de tierra. Métodos que requieren inversiones suplementarias y que los países del Tercer Mundo no están en condiciones de afrontar. Las consecuencias de las catástrofes naturales, como los temblores de tierra o las inundaciones, vienen a sumarse así a los terribles sufrimientos derivados del subdesarrollo. Y en el caso de El Salvador se añade otro factor más debido a causas humanas y políticas: una terrible guerra interna que enfrenta al Ejército y a grupos guerrilleros y que ha causado ya cerca de 60.000 muertos en siete años.

Parece que, ante la enormidad de la desgracia, esas diferencias políticas deberían borrarse, en un afán por salvar vidas y disminuir sufrimientos. El arzobispo salvadoreño Arturo Rivera hizo un llamamiento en ese sentido, y la guerrilla declaró unilateralmente una tregua a través de una emisora. No parece, sin embargo, que la conducta del Gobierno de José Napoleón Duarte, al negar validez a esa actitud de la guerrilla, haya estado a la altura de las exigencias de un trance tan dramático. La no aceptación de la tregua puede haber sido dictada por los militares ultras, y, en cualquier supuesto, los observadores coinciden en la escasa eficacia de la contribución dada por el Ejército en las labores de salvamento, ocupado especialmente en garantizar la eficacia de su lucha antiguerrillera. Duarte es objeto asimismo de críticas por haber puesto en manos de la crema del empresariado la administración de las ayudas que empiezan a llegar del extranjero. Puede ser una forma de eludir responsabilidades directas del Gobierno en una cuestión que se ha prestado, en casos semejantes, incluso en otros países, a conductas nada intachables; pero cabe pensar que organismos sociales, concretamente los de la Iglesia, hubiesen ofrecido a la sociedad garantías superiores.

En todo caso, estos aspectos, por tristes que sean, no pueden empañar el impulso de una solidaridad generosa que, desde nuestro país, y esperamos que desde otros muchos, contribuya a atenuar una tragedia que, como ilustra patéticamente el ejemplo mexicano, se prolongará. muchos meses después de que la tierra no se conmueva.

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