Inteleduales europeos
No me gustan los aniversarios, pero el décimo año transcurrido desde la muerte de Mao, más que un dato fúnebre, puede ser ocasión para realizar un balance intelectual para la intelligenisia europea. Prácticamente, el 9 de septiembre de 1976 se cierra tumultuosamente el ciclo de la Revolución Cultural china, que lanzó chispas de fuego también sobre la pradera de la cultura occidental, incendiándola. Al discutir de todo esto con amigos, entre París y Roma, hemos llegado a una síntesis dividida en tres puntos. El primero es que la Revolución Cultural se fue configurando, con todo aquello que hemos ido conociendo a lo largo de los años, con aspectos monstruosos. A los que no hay mucho que añadir después de tan gran número de testimonios indiscutibles por parte de quien escribe. Exceptuando la condena. (Aunque todavía no estemos seguros de que aquellas monstruosidades no se hayan perpetuado en los años siguientes con nuevas purgas y de que los innumerables ladrones y violadores condenados a muerte no fuesen en realidad otra cosa que los rebeldes de Mao.)El segundo, situándonos en un punto de vista fríamente geopolítico, es que: la Revolución Cultural constituyó un acontecimiento capital para retrasar y contener la expansión soviética y asimismo sus atroces normalizaciones en el área controlada por la URSS.
En tercer lugar -y es el tema de este trabajo-, situándonos en una perspectiv a intelectual, es también una explosión romántica como la que lanzó a Shelley y a Byron hacia Grecia. y constituyó un fantástico catalizador de la intelligenísia occidental, sin parangón en la posguerra, con la formación de los mejores intelectuales, sobre todo en Francia. Todo aquel que tiene todavía algo que decir hoy día en arte, en literatura, en filosofía, en el periodismo, si nos remontamos a sus orígenes, es toda ella gente que quedó marcada por los años del maoísmo, de Deleuze a July, de Glucksmann a Sollers. Y hay además un grupito de cerebros explosivos, de Sartre a Lacan, de Barthes a Foticault y a Althusser. Los debates y discusiones de estos hombres, todos ellos fallecidos hoy, alcanzaban entonces las universidades más remotas, desde Nebraska a Hokkaido. ¿Cómo responder a todos aquellos que se interrogaban estupefactos sobre las razones por las que un líder amarillo y "loco", según los soviéticos, que vivía a 10.000 kilómetros del corazón de Occidente, pudiese fascinar a tantos mandarines intelectuales y a tantos jóveines? Mao, en realidad, no era sólo el Gran Timonel, sino el jefe de un gigantesco amotinamiento casi planetario: Él mismo se definía "sin ley y sin cielo", medio bandido y medio condottiero, mitad mono y mitad tigre. Anunciaba el declinar de los partidos comunistas, la super-ación del marxismo, un cambio en el equilibrio mundial ("el viento del Este derrota al viento del Oeste") en favor de los pobres y del Tercer Mundo. Era el guía de una revuelta antiarcaica, heterócfita, libertaria. Un burdo cismáticio, según Moscu. Un gran intelectual, según las elites, en cuyos textos; se entrelazaban la sabiduría legendaria de Lao-Tse y de Confucio (aun cuando Mao lo había repudiado) y el eco de una civilización milenaria, tanto cuando hacía poesía como cuando escribía de filosoflia. Su huella última se hallaba en sus elementales máximas, que, sin embargo, eran movilizadoras, reunidas en el Libro Rojo. También el feminismo francés, con el eslogan "Las mujeres son la mitad del cielo", irrumpió en París bajo flarma maoísta, conducido por la Librería de las mujeres. El encanto de Mao, que Andy Warhol constató, como el de Marilyn, pintándolo con la gorra y el lunar, creación en proporción inversa al odio del comunismo oficial y de la URSS. Para unos y otros, la Revolución Cultural era una epilepsia bárbara, un baile de san Vito. Pero los ídolos parisienses europeos se vuelven ellos también amarillos. Todo quedaba renovado bajo el zodiaco de Mao, en las investigaciones intelectuales más audaces, en el estilo, en la fingüística, en psiquiatría, en arte y asimismo en la política.
Sin duda, alrededor de París, para explicar tantos fenómenos, ardían todavía las hogueras de 1968. Seguía suspendido en el aire algún eslogan burlón contra el mandarinato de los catedráticos, el imperialismo soviético, la jerarquía opresora, el dogmatismo marxista, la esclerosis de los comunistas franceses, y resonaba todavía el eco del lamento, por Praga. Pero esto no sería suficiente para explicar el espesor cultural del maoísmo. Hay más, hay una tradición cultural específica -como la de Francia, Alemania, el Reino Unido, grandes potencias- que, por razones buenas o malas, desde la ciencia multicolor de la chinología al colonialismo, se ha anclado a lo largo de por lo menos tres siglos a la civilizacion china casi como proyección de su propia identidad, incluso en las chinoiseries. Recordemos a madame Pompadour, con sus porcelanas chinas, y el mobiliario y decoración chinos del palacio real de Versalles bajo Luis XIV. Y también Voltaire y refinados enciclopedistas. Y Víctor Hugo, conquistado por el erotismo chino, construyó con sus manos una habitación china para que sirviese de alcoba a su amante Juliette Drouet (todavía podemos visitarla en el museo de la plaza de los Vosgos). El Museo de Arte Chino y Orienta]. del Trocadero, perfecto como un, diamante, es fruto del legado al Estado, de monsieur Émile Guimet, industrial de Lyón, y desde hace unsiglo es meta obligada de los entendidos. La vieja Escela de Lenguas Orientales del Barrio Latino es una de las mejores del mundo. Y llegamos finalmente a la epopeya china del Ma1raux de La condición humana, hasta su encuentro con Mao, tras el cual el escritor, con De Gaulle todavía como presidente, reveló al mundo occidental atónito las líneas principales de la Revolución Cultural. Añado La chinoise, de Godard, filme brujo, radar de los humores juveniles subyacentes. Los británicos tuvie ron a Joseph Needham, el genio de los chinólogos. Los estadounidenses tuvieron a Edgar Snow., y los canadienses, al médico Bethume, (una especie de Marco Polo de nuestros tiempos).
Quien visite el castillo de Potsdam quedará boquiabierto por la pasión china de los Habsburgo: porcelanas, lacas, abanicos, mamparas, estatuas, pinturas sobre seda. Y lo mismo en Viena. En la República Federal de Alemania fue donde, después de Francia, el maoísmo echó sus más robustas raíces en su día. No puedo olvidar mi viaje a Heidelberg, donde los jóvenes alemanes me esperaban en el aula universitaria que había sido, de Hegel y me subieron a la cátedra para contarme lo de la revolución de la enseñanza en China y exigir una refonna universitaria en Alemania. Era una juventud impaciente y pura, sin ningún rasgo en común con el futuro terrorisrno del grupo Baader-Meinhoff. El error de los occidentales, y sobre todo el de sus teóricos-periodistas, fue, por lo general, el de confundir el terrorismo que va a ensangrentar Europa occidental con el maoísmo, y que me atrevería a defnir como un movimiento oiratorio, revolucionario culto, subvertidor del status cultural y pacífico. Algo a,sí como los verdes, para entendernos. Y como los verdes, los jóvenes franceses se iban a trabajar al campo, abandonando París, o corno Robert Lienhardt, entraban en la Renault, dejando la cátedra y poniéndose a trabajar en la cadena de montaje. Su terrorismo era sólo verbal, y demostrativo. Entonces escribí un libro sobre China, adonde había efectuado nii tercer viaje del primero lo había realizado en 1954), en el que quería ser testigo,
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o escriba, como decía, para contar el largo viaje por la tierra de Mao. El libro me abrió muchas puertas, pero otras se me cerraron. Fue traducido en Estados Unidos y en Japón, pero fue puesto en la lista negra por el Partido Comunista Francés en la fiesta de L'Humanité. Una vez excomulgado, el libro se convirtió en un éxito de ventas, y a veces resultó ser el único libro que me iba a encontrar en las casas de pobres gentes de provincia durante mi peregrinar por Francia. En cambio, Giangiacomo Feltrinelli, mi editor fugado, me escribió, desde no sé dónde, una dura carta: "Pero, ¿por qué te ocupas de los chinos? La revolución hay que hacerla aquí, entre nosotros, con los proletarios italianos". Evidentemente, teníamos una concepción diferente de revolución. Para mí, al igual. que para los intelectuales, franceses, China era una aventura intelectual todavía no exhausta. Por lo que respecta a Berlinguer, éste odiaba al maoísmo, y consideraba cosa de "delincuentes" la "ola china", y le habría. gustado acabar con ella, como hará con los primeros movímientos estudíantiles de 1977, confundiendo una vez más el terrorismo con la inocente insurrección juvenil, alrededor de una radio boloñesa, con el eslogan: "Después de Marx, abril". Asimismo podría resaltar que durante 20 años, en Europa, el abismo entre poderes coristituidos y juventud no ha hecho más que ensancharse, hasta llegar al rechazo total actual de la política y de la propia Europa comunista, considerada un asunto de mercaderes.
En aquellos tiempos, la juventud, en cambio, era más bien europeizante, incluso en su sueño de la visión maoísta de Europa que fuese un tercer pole. independiente entre Estados Unidos y la URSS, aspecto que no va a desaparecer de la estrategia china. Para mí, el libro está ya muy lejos, tan lejos como China. Pero de cuando en cuando alguien lo saca a colación. Una tarde, Simon Leys, en un debate con Pivot, me insultó, acusándome de haber tapado los crímenes de la Revolución Cultural. Terror en el estudlio de Antenne 2 y en mi casa editorial. Pero he aquí que Felipe González lo había leído durante el viaje en avión, mientras se dirigía a Pekín en 1985 en visita oficial, y me dijo: "Muy bonito". Y Javier Solana, ministro de Cultura, que acompañaba a González, me dijo algo parecido.
Pero, volviendo a Italia, digamos que el maoísmo ha sido ftindamentalmente un fenómeno político. Se trataba a China de la misma manera que se trataba a El capital, es decir, como si fuese un texto para estudiar e interpretar y para incluir en los documentos en función de las luchas en el seno del propio Partido Comunista Italiano. El sobresalto planetario se convertía así en banales resoluciones y enmiendas en los congresos comunistas. El grupo fundador de Il Manifesto llegó a teorizar que era inútil visitar China, y ni Rossanda ni Magri, ni Castellina, ni Pintor llegaron nunca a poner un pie en ese país, pese a que escribieron largo y tendido sobre él. En cambio, quienes llevaban a cabo el viaje a China, en masa, como catecúmenos, eran las tropas del gran timonel italiano, Brandirali, jefe del movimiento ML (marxista-leninista), obrero metalúrgico de Milán, larguirucho y desmadejado, que llevaba un inmenso estandarte por las calles de Roma y celebraba matrimonios proletarios. Más tarde, Brandirali volvió a su trabajo de obrero de la industria en Milán, y allí sigue. A fin de cuentas, era un hombre honrado.
De los tres escritores italianos que fueron a China, Malaparte, Moravia y Parise, es este último quien se identifica más con la desmedida historia de esplendores y miserias, reflejadas en su bellísimo libro Cara Cina (Querida China).
Moravia se irritó, se tomó la Revolución Cultural como un insulto personal, 3, la describió en su libro como una procesión de muchachos peripatéticos. Pero carecía de la cultura del chinólogo belga Simon Leys (Los nuevos ropajes del presidente Mao) como para ser convicente. En cuanto a Malaparte (Io, in Russia e in Cina: Yo, en Rusia y en China), el cáncer de pulmón que se le manifestó en Pekín le impidió medir su ingenio con la realidad china. Pero antes de morir realizó el gesto de dejar su villa de Capri a los intelectuales chinos (más tarde, el testamento fue impugnado por la familia).
Antonioni creó Ciun-kuo, Cina (Chun-kuo, China), filme que resistirá el paso del tiempo, en el que hay ironías, risa, amor y temblor. Fue vilipendiado atrozmente por el grupo que luego se llamará la Banda de los Cuatro. (Pasolini careció & tierripo para dedicarlo a China, como él mismo se dijo en una ocasión.) Pero todas estas obras tuvieron muy poco impacto sobre el movimiento surgido en Italia y en Europa.
En Roma, en Milán, en los años de Mao, los diarios interlocutores eran Vento dell´Est (Viento del Este), Lavoro Político (Trabajo Político), Il Manifiesto (El Manifiesto) y, finalmente, L'Unita (La Unidad). En París había puntos de referencia más elevados. Estaba Lacan, que conocía el chino. Y Alt husser, que publicaba unos Cuademos Marxistas-Leninistas de tapas rojo fuego en la École Normale. Barthes volvió de China vestído con el mono azul maoista, el traje más inmerso en pensamiento que se haya vestido nunca. Y Sartre escribía: "Tenemos razón al rebelarnos", y arengaba desde lo alto de un tonel a los obreros de la Renault, metido en un grueso jersei, pobre como un chino. La flor y nata de la cultura, entre universidades y casas de edición, estaba en la brecha, en especial aquellos que no habían podido estar presentes en la aventura sesentayochesca (como Sollers y Lévy). Algunos, más tarde, renegaron de China, como la gente de bien exige siempre. Otros no han vuelto a hablar de este país, y han pasado la página. Pero la experiencia, infierno y paraíso juntos, permanecerá también en los años venideros como un florecer del pensamiento de Occidente. Por haber sacado de su agujero a los intelectuales, metidos en sus capillitas e intrigas, en sus egoísmos enloquecidos, y por haberles hecho degustar entonces el inexplorado terreno de la acción cultural. "La sangre que baña el corazón está pensada". Curiosamente, esos lejanos años vuelven ahora como un mito para los más jóvenes, que se interrogan, en París o en Madrid. Este testimonio está dedicado a ellos.
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