Del documento al poema
Cuando un cineasta comienza su carrera con una primera película de gran éxito, como es el caso de Armendáriz en Tasio, su segunda obra corre el riesgo de ser mirada con una inevitable y malévola pregunta detrás de los ojos del espectador: ¿estará ésta a la altura de la primera? Sin embargo, a 27 horas esta mirada no sólo no le perjudica, sino que le viene bien, porque es evidente que alcanza la talla de su antecesora y, en un aspecto concreto, la supera con creces.La supera en algo tan primordial como es la presencia de la dificultad. Tasio es una hermosa película, que está pletórica de talento, humor y lirismo. Su heredera, 27 horas, más monocorde a causa de su argumento, da lugar a menos variantes que las que nos ofreció Tasio y aparentemente parece menos rica que ésta. Pero es sólo un espejismo, pues a la distensión de aquélla, esta nueva obra de Armendáriz opone un ejercicio mucho más decantado de rigor, precisión e intensidad narrativos, lo que exige en el realizador no sólo un mayor control de los resortes de su oficio, sino también un mayor dominio de la continuidad del relato y de su propio mundo personal.
27 horas
Dirección: Montxo Armendáriz. Guión: Elias Querejeta y Montxo Armendáriz. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Música: Ángel Illarramendi, Imanol Larzábal y Carlos Jiménez. Montaje: Juan San Mateo. Producción española de Elías Querejeta PC, 1986. Intérpretes: Martxelo Rubio, Maribel Verdú, Jon San Sebastián, Antonio Banderas. Estreno en Madrid: cines Roxy, Madrid, La Vaguada y Narváez.
Al encanto indefinible de Tasio, sucede aquí la exactitud, la maestría. Es 27 horas una obra cuyos alcances serán fijados por el paso del tiempo, pero que hoy, en sí misma, resulta poco menos que redonda y, en el cerco de lo que busca y encuentra, es casi perfecta. Hay en ella un dificil ejercicio de cine poemático y trágico, apoyado en un guión muy bien construido y en imágenes que son seguro indicio de la existencia de una apretada unidad en el equipo realizador.
La fuerza de este magnífico filme procede de una aparente paradoja: comienza y discurre a través de pinceladas ambientales que parecen meramente descriptivas, hasta que, por acumulación, tales pinceladas rompen esa primera apariencia documental e invierten su función expresiva: tales pinceladas se nos aparecen entonces no como los matices de una composición impresionista, sino como los eslabones del mecanismo de un itinerario humano que es indistintamente fisico, moral y poético. Lograr que en un filme se produzcan al unísono varios niveles de entendimiento diferentes es una tarea compleja, que 27 horas cumple con elegancia, envidiable graduación de la cadencia interior y, sobre todo, en un denso entramado de los personajes y de las situaciones.
El filme es una poderosa metáfora sobre un acorde imperecedero de la tragedia romántica: el suicidio de un joven, la muerte buscada y encontrada desde la plena posesión de la vida. En 27 horas se organizan los pasos de esta búsqueda trágica sobre un camino que podría haberse empleado como un fácil gancho sensacionalista: el tráfico y el consumo de heroína. Con sólo un poco de autoindulgencia por parte de sus autores, este marco adjetivo de la droga habría devorado la sustantividad del relato. Pero no ha sido así. La afluencia apacible, sin zonas de énfasis y sin golpes de efecto; la serenidad por la que el documento va convirtiéndose poco a poco en metáfora, la progresiva disolución de lo accidental en lo esencial, obran el milagro, de tal manera que, escarbando sobre una epidermis contemporánea, los creadores de este bello filme nos hacen penetrar con gran delicadeza, sin que apenas nos demos cuenta, en oscuras y permanentes regiones del espíritu de cualquier tiempo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.